Aún hoy nos llegan, desde cualquier rincón del mundo, noticias sorprendentes que tratan sobre la virginidad. Una de las últimas, de hace unos días, tiene como protagonista a una chica australiana de 18 años que, supuestamente, ofrece su virginidad a cambio 100.000 dólares para costear sus estudios universitarios y ayudar a sus padres con la hipoteca.
Hace dos años también se convirtió en noticia que el Gobierno municipal de una localidad rural sudafricana, según las informaciones publicadas, desarrollase un programa de becas universitarias para 16 jóvenes que demostrasen su virginidad. La vertiginosa velocidad con la que estas noticias saltan de un medio de comunicación a otro nos habla de la fascinación que aún sentimos por el concepto de la virginidad.
Uno de los motivos de nuestra obsesión por la virginidad es el modelo sexual que predomina en nuestra sociedad: el coitocentrismo. Se trata de una concepción de la sexualidad enfocada hacia lo genital y deudora de la importancia que históricamente hemos concedido a la reproducción.
Esto lo comprobamos a diario cuando escuchamos la palabra "preliminares", una idea que a muchos sexólogos nos gustaría erradicar. Porque "preliminar" significa que antecede o se antepone a la acción principal, es decir, el coito.
Con este término le quitamos a los juegos eróticos la importancia que se merecen (considerándolos trámites menores) para centrarnos en la penetración, como si una relación sexual no fuese "completa" sin penetración, o como sin coito no hubiese paraíso.
Íntimamente relacionado con el coitocentrismo, el modelo sexual nos proporciona otro centro (¿o debería decir cetro?): el pene. En el imaginario social (que arrastra, recordemos, una visión reproductiva) cuesta imaginar prácticas eróticas donde no estén incluidos los genitales en general y el masculino en particular.
Fetichismos, relaciones de dominación/sumisión o relaciones lésbicas, por ejemplo, además de haber sido catalogadas como "perversión", han generado –en algunos– dudas respecto a la satisfacción que puede obtenerse sin un falo de por medio. De la misma manera que los sexólogos nos empeñamos en superar el concepto "preliminar", también tenemos una ardua tarea para reivindicar el placer más allá del falocentrismo.
Con todo esto, parece que virginidad no hay más que una, cuando, en realidad, en el sexo existen muchas primeras veces que pueden ser muy simbólicas. Incluso más que la propia penetración.
Valeria, la protagonista de la exitosa saga literaria que lleva su nombre de la escritora Elisabet Benavent, dice al recordar su noche de bodas: "Aquella noche me desnudó despacio y lo hicimos por primera vez sin preservativo, como si fuera nuestra forma de perder la virginidad".
Un concepto cultural
Además de nuestro coitocentrismo, otra de las razones por las que nos obsesiona la virginidad es nuestra herencia cultural. En las sociedades de tradición católica, la idea de que María diese a luz a Jesús siendo virgen revistió esta condición de un carácter puro e inmaculado que las mujeres han arrastrado durante siglos. Sylvia Marcos, experta en religión y género, se refería en una entrevista a la Biblia como "un manual de conducta".
Esta concepción de la virginidad no es exclusiva de la religión católica. También la encontramos en diversas sociedades y religiones, como explicaba recientemente este artículo sobre los exámenes de virginidad en Marruecos y sobre los intentos de la Organización Mundial de la Salud de erradicarlos en veinte países.
Estas pruebas, además de ser humillantes para las mujeres, no tienen ninguna validez médica ya que el himen (cuya integridad es supuesta señal de virginidad) puede romperse en situaciones cotidianas o permanecer intacto tras una penetración.
El hecho de que la virginidad no es más que un concepto cultural ya lo demostró mucho tiempo atrás, por ejemplo, el antropólogo Bronislaw Malinoski, quien publicó en 1929 su libro La vida sexual de los salvajes del noroeste de la Melanesia. Al describir las relaciones eróticas y la vida en familia de los indígenas de las Islas Trobiand (Papúa Nueva Guinea), también abordaba su particular concepción de la virginidad que nada tenía que ver con las anteriores.
Los tiempos cambian
Aunque sigue siendo un concepto muy presente, en nuestra sociedad actual ya no es tan importante mantener la virginidad como quitársela de encima. Es algo de lo que hablaron los jóvenes entrevistados en un programa reciente de Salvados:
VÍDEO | La presión que sienten los jóvenes por perder la virginidad: "Llegar virgen a los 18 años se ve como un crimen" #SexoEnSalvados @salvadostv @jordievole https://t.co/T4oRzdwG1U
— laSexta (@laSextaTV) 18 de noviembre de 2018
Este cambio en la visión de la virginidad también ha quedado acreditado en algunas investigaciones, como la que en 2016 publicaron Gesselman, Webster y Garcia con el título de "¿Ha perdido su virtud la virginidad?" (en inglés). En este trabajo llegaban a la conclusión de que su pérdida tardía podría traer consecuencias interpersonales negativas y limitar las oportunidades para mantener relaciones. Es una nueva concepción de la virginidad, pero que no rompe con el coitocentrismo del que hablábamos.
Los sexólogos también solemos comprobar que la concepción de la virginidad varía en función del género. Chicos y chicas se preocupan por la virginidad, aunque se preguntan cosas diferentes. Mi experiencia profesional me ha demostrado que, mientras ellos quieren saber cómo disfrutar más, ellas se preguntan si la primera vez duele.
Esta variación no parece desconectada de las cuestiones culturales e históricas que mencionábamos y que, por lo general, han empleado la virginidad como un mecanismo para controlar los cuerpos de las mujeres.
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