La muerte del verano-niño y el final del amor

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Ilustración de Malte Mueller animada por Anabel Bueno
Ilustración de Malte Mueller animada por Anabel Bueno

La Matrioska activa el modo veraniego. Para que estas semanas de calor sean más refrescantes, hemos invitado a varias autoras a que os escriban las cartas de los próximos domingos. Habrá reflexiones, relatos, poesía, autoficción y más sorpresas y compañía, tanto para las que están en la piscina como para las que languidecen en el sofá con las ventanas cerradas a cal y canto. Todo, con un hilo conductor: ☀️EL VERANO 🌊 Si quieres recibirlas en tu correo, suscríbete aquí

Esta newsletter está escrita por Anna Pacheco (@annapacheco_)

Siempre he querido tener un pueblo y nunca lo he conseguido. Cada verano lo intento. En 2008 cogí un autobús hacia Olivares del Júcar, un pueblo de Cuenca al que me invitó mi amiga Laura. Me lo pasé muy bien y eso que fuimos a un encierro durante las fiestas del Santo Niño y luego comimos toro en un monte. Nunca me había comido a un toro ni había visto la sangre de toro. Ese verano me lié con el Organizador Oficial del Concurso de Tirachinas. Otro verano, en otro pueblo adoptivo de otra amiga, fui a un concurso de tortillas. Todo el mundo dijo que Lito, el hijo de Lita 'La Viuda', había hecho una tortilla de campeonato. Efectivamente ganó y yo me enamoré de él. Este tipo de eventos solo suceden en las tramas estivales, y solo por eso el verano ya es una cosa espectacular.

Los veranos antes de los dieciocho años son veranos generosos, que se extienden con despreocupación a lo largo y ancho de dos meses y medio. Los veranos son un estado mental: una inconsciencia prolongada, una ligereza sostenida. Las rutinas adquieren una dimensión absurda —levantarse, ir a la playa o a la piscina, elegir tu tipo de helado, comer pipas en un banco, salir duchada de casa para dar el paseo de antes de la cena—. Es precisamente esa holgura la que da pie al amor en los veranos-niño.

En el resto de veranos, en los veranos-adultos, el amor es otra cosa.

El chaval del concurso de tirachinas, tres años mayor que yo, se despidió de mí como en la canción de Hidrogenesse y Espanto. Nos dimos un beso y las direcciones/ y dos pulseritas con nuestros nombres que habías ganado en los coches de choque. Él llevaba una camiseta blanca de tirantes y se había quemado. Acepté su amistad y me dejó escrito un mensaje antes de que yo desapareciera del pueblo.

— Ojalá hablemos mucho este verano. Eres la chica más guapa de mi Tuenti, me dijo.

Aunque el verano pasó y nuestras interacciones se limitaban a muchos saludos seguidos y muchos k tal wapaa, yo lo sentí absolutamente mi novio y con eso me bastó hasta septiembre.

Cuando empiezas a trabajar, al verano ya no se le llama verano, se le llama vacaciones, una palabra que solo cobra sentido en el marco de un convenio laboral. Ahora ya no disfrutas de los veranos, solo disfrutas de los días libres por cada mes trabajado. Es un cambio sustancial. Cómo vas a enamorarte igual. Ahora hacemos lo que podemos.

Las posibilidades se limitan a amar a quien tienes al lado, a hacer una escapadita para aprovechar los fines de semana y luego, con suerte, ir quince días a un lugar exótico en el que te han dicho que se come bien y no muy caro. Algunos hasta os casáis en vuestros veranos-adultos. No sé quiénes sois, pero en Instagram parece que os va bien. El año pasado todo el mundo quería enamorarse por primera vez como en Call Me By Your Name y procrastinar comiendo melocotones. Lo intentamos en nuestros alquileres compartidos de más 800 euros, pero no era exactamente lo mismo. Pese a todo, el amor siempre resiste. No tendremos villas italianas, pero tenemos salas de cine y ventiladores.

Tenemos pisos de 50 metros cuadrados por 800 euros al mes en vez de villas italianas, pero tenemos salas de cine y ventiladores.

Lo que quiero decir es que la muerte del verano-niño es también el final del amor; los veranos adultos son un intento de escapada al romance primigenio y real, a donde empieza todo, a los veranos-niño. No es fácil volver a eso, por no decir imposible. Salvo que seas un francés privilegiado y tengas una casa en la Costa Azul. En esos casos, tienes más posibilidades de tener un verano-niño siempre. Bebes vinos caros y comes ostras y tienes tiempo y amantes como en una película de Rohmer. Tener dinero y una casa con piscina está muy bien siempre, pero sobre todo en verano.

El verano en el que yo me enamoré como una francesa tuve un amante con el que no salí de la habitación para que no nos vieran. Nos refrescábamos con cubitos de hielo y la cama era una especie de balsa. De ahí no salíamos. Estábamos morenos y resplandecientes y, como en los diarios de Anaïs Nïn en los que le habla a Henry Miller sobre su relación con Hugo, pensé que era una pena que mi novio original se perdiera esos momentos de mí. Los veranos afectuosos a mí me hacen guapa y creo que a todo el mundo le pasa. Yo quería que todos me contemplaran. Puedo decir que ese fue mi último verano-niño, la muerte de los veranos-veranos.

Luego empecé la universidad y empezaron los veranos en los que hice prácticas gratis y trabajé en una cafetería. Luego he encadenado contratos basuras, vacaciones no pagadas, o vacaciones pagadas en las que me he sentido culpable por pasármelo demasiado bien y que mi editor jefe me viera en redes sociales. La vida adulta es extraña. Luego también ha pasado la vida: la gente enferma, tiene problemas, les falta dinero o tiene que cuidar de su madre. Los meses de julio y agosto dejan de estar protegidos. Claro que esto constriñe cualquier posibilidad real de romance. Lo que percibimos no es totalmente el verano, son réplicas de otros veranos como de un terremoto.

Joan Didion escribió "que la inocencia se termina cuando a uno le roban la ilusión de que se cae bien a sí mismo". Yo pienso lo mismo y añado que la inocencia también se termina cuando a una le roban sus veranos.

El otro día, tomando unas cervezas después del trabajo, que eso es patrimonio de todos los veranos y que no nos quitarán jamás, aunque nos quiten las jornadas intensivas, una amiga me contó una cita que había tenido hace poco. Conoció a un chico y salieron de fiesta, se emborracharon, se bañaron desnudos en la playa, mantuvieron sexo durante horas y a la mañana siguiente y, todavía sin dormir, se fueron a tatuar. No se despegaron hasta el cabo de dos días porque él cogía un avión. Los dos desconocidos se prometieron matrimonio si ella lo iba a visitar a Dallas en invierno. La historia me entusiasmó. Me pareció que durante 72 horas volvieron a sus veranos-niño.

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