El tiempo vertical

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La Matrioska se pone en modo navideño. Hemos invitado a dos autoras a que os escriban las cartas de los próximos dos domingos y nos ayuden a cerrar el año, reflexionando sobre el paso del tiempo y el fin, a veces arbitrario, de ciclos y experiencias. ❄️🎄 Si quieres suscribirte a esta newsletter, puedes hacerlo desde aquí.

Esta carta está escrita por Silvia Nanclares (@silvink)

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Tic, tac. Se percibe la avalancha. Acaba el año levantando su polvareda. El tiempo se nos escapa entre los dedos mientras plazos, tareas, compromisos y recados no hacen más que embalarse en un aquelarre furioso. La aceleración solo se detendrá en los futuros días de paro religioso, la huelga más seguida, año tras año, de toda la historia: Nochebuena y Navidad. El engranaje de lo habitual parecerá detenerse, y solo por eso, yo también comulgaré con ruedas de molino. Celebraré la llegada de un bebé que no es el mío. Haré el viaje inverso que hicieron los cristianos al superponer su santoral sobre el calendario de fiestas paganas. Brindaré por los días que comenzarán a ser más largos. Por la llegada de la luz.

Pero, de momento, llevo días sumida en el scroll eterno, en el mundo sin jerarquías de la pantalla, notificaciones acumuladas, bandejas de correo por leer hinchándose como la levadura. Pero, en serio, ¿ya se acaba el año? ¿Ya? ¿Otro? Los propósitos de principio de curso se han ido jibarizando arrinconados sistemáticamente por las obligaciones, relegados a la fila de atrás de la clase, desde donde hacen ruido pero nunca son escuchados. Por suerte, en dos semanas tendremos otro cuaderno nuevo de tiempo por empezar, una página en blanco para hacer más listas, y una cifra redonda por estrenar. ¿Quién nos iba a decir que el tiempo sería el último artículo de consumo?

Hoy me he tenido que escapar de una reunión. Está diluviando en la ciudad (sinónimo inmediato de colapso), por lo que queda descartado el bus. El padre de V. está de viaje y yo tengo una entrega importantísima mañana. Pero… No me queda más remedio que dar un rodeo subterráneo, ignorar el retraso, convertirme en lo que soy cuando no trabajo de manera remunerada, es decir, cuando cuido a mi hijo: en un samurái. No hay tiempo para la queja. Es improductiva. Al menos hasta que cumpla la misión: cruzar la ciudad, recogerlo, mostrarle expresamente de que lo quiero, llevar merienda, protegerlo de la lluvia, jugar, darle la cena, cambiarlo y dormirle. Tareas pautadas y repetitivas que trenzan nuestra cotidianidad. Solo es miércoles y ya estoy agotada. Pero soy un samurái, resisto.

Este año me propuse que el otoño no se acabaría sin haberme tomado un cucurucho de castañas asadas. Ay. En septiembre, aún días soleados, energía de fin de verano, comienzo de la cosecha, dijiste que a sí a todas las proposiciones, a todos los proyectos, por otro lado porque no te quedaba otro remedio, precariedad obliga. Fantaseaste con poder con todo y con una sonrisa. Hasta con cocinar boniato al llegar a casa. O calabaza. No contabas entonces con el alud que empieza a formarse en octubre, que engorda implacable en noviembre y acaba descargando después del puente. La energía es limitada, aunque parece que hayamos pactado entre todos un acuerdo que sostiene lo contrario. Un pacto social basado en la entelequia de que somos inagotables. Bien. Llevo las botas rotas, el agua sucia entra por una de las suelas, calcetín empapado. Resiste, samurái.

Voy en la línea Circular y llego tarde, ya no solo al otoño, del que apenas queda una semana, sino y, sobre todo, a buscar a mi hijo a la escuela. No es el primer día que llego con la hora pillada este mes. La maestra de V. tiene todo el derecho a ponerme alguna cara. Aunque no lo hará. Miro a mi alrededor. Prácticamente todo el vagón va hechizado, conversando en silencio con el espejo mágico de sus pantallas. Desde mi visión de paria sin batería me permito el lujo de observar cada cara, rezumando cierta superioridad moral que me da ser prácticamente la única que no va enganchada. Un señor mayor, el otro elemento subversivo de todo el vagón, da una cabezada. ¿Será otro infiltrado de la resistencia? Pero en la estación de Pacífico me aburro de mi juego distópico e hipócrita de mirar, solo por hoy, desde la barrera de la desconexión. Le pregunto al chico de al lado, visiblemente más joven que yo, la hora. Necesito saber cómo de rápidos habrán de ser mis pasos una vez ponga el pie en el andén. Le señalo con el índice derecho el lugar de mi muñeca izquierda donde ancestralmente se ha situado el tiempo, al menos desde que la gente empezó a llevar relojes de pulsera. Me muestra la esquina superior derecha de su pantalla oblonga. Nuevos tiempos, nueva gestualidad. Mierda. Llego más tarde de lo que pensaba. Corro desde la boca de Méndez Álvaro hasta la puerta de la escuela. Una secuencia de luces navideñas cubre la avenida, que se proyecta hacia el infinito y más allá, es decir, hacia las circunvalaciones y las radiales, la puerta de atrás de la ciudad. Frente al centro comercial, un enorme símbolo fálico titilante se proyecta hacia el cielo, dando la bienvenida estridente a esta ciudad enloquecida. Los viajeros también quieren apurar las migajas del tiempo de fin de año, el de las últimas oportunidades.

Una vez dentro de la escuela, me recibe el calor que despide el suelo radiante. Se mezcla con el aroma a puré, crema de pañal y esas notas de mandarina tan características de la temporada. Parada técnica y obligada en el cuarto de los carros. Antes de subir al aula debo desplegar el nuestro porque, si lo hago después, V. llorará. Suele salir hambriento y con necesidad de estar apegado a su padre o a mí. Hoy, su ansiedad de contacto es inversamente proporcional a mi necesidad de un rato más de trabajo productivo. Solo un rato más, hijo. Mentira, nunca es solo un rato más. La verticalidad del tiempo es insaciable.

Mientras termino de preparar las cosas del interior del carro: mochila, gorro, bufanda, merienda, y de desgranar de paso mis últimos dilemas sobre la morosidad del tiempo contemporáneo, me fijo en que a mi lado hay una abuela luchando con un carro plegado, de la misma marca que el mío. Hay que tirar de aquí, le digo. Miro sus manos con manchas oscuras diseminadas, como si el tiempo hubiera jugado a ser Pollock sobre su piel. Qué calor hace aquí, chica. Pienso en mis manos, donde este verano han aparecido tres puntos oscuros que aún pueden interpretarse como salados lunares, pero que hace poco no estaban ahí. Son el preludio de las manchas que tendré. Las manchas de mi tiempo. Sí que hace calor. En calor específico de los interiores caldeados del invierno.

Al llegar por fin a su clase, mi hijo está tan feliz engullendo una pera cortada junto a las criaturas de horario ampliado. Su profe me mira con comprensión, como diciendo, si es que vamos todas embaladas. Hay quórum con esto. Le doy las gracias y mil disculpas. Busco un rincón de la escuela con un enchufe a mano. Ya no llueve tanto, pero el cielo sigue encapotado, de un color blanquecino lechoso, casi postnuclear. Decidimos (decido, yo soy la que controla los movimientos, de momento, en esta relación madre/hijo) quedarnos a merendar allí. La abuela de las manchas se sienta a nuestro lado, también va a dar aquí la merienda a su nieta. Un pequeño reloj dorado asoma bajo el puño de su jersey. ¿Con qué reloj se mide el tiempo expandido de los cuidados? ¿Quién lo contabiliza y valora? Respiro.

El calendario escolar está colgado de un corcho, junto a un texto que dice: “Sé la calma en la tormenta de tu niño”. Tomo conciencia de que a partir de la semana que viene la escuela estará cerrada, y de que nuestra precaria organización, nuestro castillo de naipes a base de trabajo y crianza, volará por los aires hasta después de Reyes. Hasta que los días empiecen a ser más largos, por eso son tan preciosos. La escuela es la calma en nuestra tormenta particular, me digo. Entretanto mi móvil ya se está cargando. Me había prometido mirarlo menos en presencia de mi hijo, pero aquí estoy, revisando textos del informe que debemos entregar mañana. La tormenta. La calma. El rumor de la avalancha.

Nada más llegar a casa, V. me hace un favor enorme cayéndose de sueño. Le pongo el pijama sin bañarlo y le doy una cena improvisada pero contundente. El posterior biberón de leche hará su magia definitiva. A las ocho y veinte lo dejo dormido sobre la cuna, no me creo que vaya a tener varias horas de trabajo en silencio por delante. Como plan para una velada de pleno adviento tiene algo de triste, si lo piensas. Al ir a taparlo en la cuna me doy cuenta de que tiene los pies y las manos colocados de un modo peculiar, familiar, reconocible: piernas semidobladas, un pie sobre el tobillo de la otra pierna, los bracitos extendidos a cada lado. ¡Eso es! Exactamente como un Niño Jesús. La app meteorológica del móvil dice que para mañana la lluvia dará una tregua. Muestra un sol asomando entre dos nubes. Qué buenos observadores del natural eran los imagineros barrocos. Y qué sintéticos los iconos del tiempo vertical. Sin lugar a dudas. Sin misterio. Enciendo una vela y abro el ordenador. Escribo.

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