Si hiciéramos un ejercicio mental y tratásemos de imaginar al demonio, la mayoría caeríamos en los mismos tópicos: nos vendría a la cabeza un ser malvado, rojo, con cuernos y cola, o tal vez compartiendo algún que otro rasgo con los machos cabríos. Pero la imagen estereotipada que hoy tenemos del demonio no ha sido una constante a lo largo de la historia.
Uno de los puntos de encuentro más famosos del Parque del Buen Retiro en Madrid es, sin duda, la estatua del Ángel Caído, obra de Ricardo Bellver fechada en 1877 a la que acompaña el pedestal diseñado por Francisco Jareño. En torno a ella se ha formado una auténtica leyenda. Por ejemplo, muchos afirman que la escultura se encuentra a 666 metros de altitud con respecto al nivel del mar, una coincidencia con el que se considera el número del diablo. No parece descabellado si tenemos en cuenta que el observatorio de la Agencia Estatal de Meteorología en el mismo parque se encuentra a 667 metros de altitud. Puede ser coincidencia. O tal vez no.
Otro de los mitos en torno a esta escultura es el que la sitúa como el único monumento del mundo que tiene como protagonista al demonio. Sin embargo, esta afirmación no es cierta ya que, aunque no abunden, sí existen otras manifestaciones artísticas que reservan un papel estrella al demonio. Por ejemplo, de esa misma época están El genio del mal de Guillaume Geefs, instalado desde 1848 en la Catedral de Lieja (Bélgica), o el Monumento al Traforo del Frejus en Turín (Italia), inaugurado en 1879.
Estas tres esculturas, además de al mismo protagonista, comparten la belleza con la que está representado, lo que tiene una explicación histórica. Todas las religiones suelen tener un personaje antagonista. En el caso del cristianismo, religión en la que centraremos este artículo por ser mayoritaria en España, este antagonista fue un ángel antes de convertirse en demonio. Y no uno cualquiera, sino el ángel más perfecto de todos. Pero su belleza ocultaba un gran defecto: la arrogancia. Su alma fue corrompiéndose con muchos otros pecados, como la avaricia o la lujuria, que le llevaron a creerse igual a Dios y finalmente a ser expulsado del cielo. A lo largo de la historia del arte, numerosos artistas representaron al demonio como el ángel caído, un claro recordatorio de lo que decíamos al comienzo del artículo: que el demonio en el arte no siempre está relacionado con los atributos con los que lo imaginamos actualmente.
Desde luego, no lo estaba al principio de los tiempos. Por ejemplo, ni siquiera el color rojo, uno de los símbolos que nos resulta más evidente por su relación con las llamas del infierno, aparecía asociado con el demonio. Así podemos comprobarlo en el mosaico de la Iglesia de San Apolinar el Nuevo, en Rávena (Italia), datada hacia el siglo VI d.C., la misma en la que se conserva una de la más tempranas representaciones de los reyes magos. Seguramente, al enfrentarse a esta imagen, la mayoría no identificaría la presencia del diablo, y de hacerlo muy pocos se percatarían de que en realidad el rey de los infiernos es el ángel azul y no el rojo. Tal vez la pista definitiva sea su compañía, las cabras, que en contraposición con los corderos aparecen habitualmente asociadas con lo satánico y lo brujesco.
Con el paso de los siglos, en la época medieval, se empieza a relacionar al demonio con la encarnación del mal en un sentido más amplio. Los artistas convierten a los demonios en una ilustración alegórica de los pecados para que el hombre de a pie los encontrara más comprensibles. Como la Biblia no describe con exactitud la apariencia del diablo, se desarrolló un imaginario variado: desde serpientes y monos hasta toda clase de criaturas monstruosas, pasando por las representaciones del macho cabrío que tanta popularidad ganaron más adelante.
Precisamente, la imagen del macho cabrío es la que preside los aquelarres de Goya. Esta caricaturización demoníaca está directamente relacionada con la adaptación de su imagen a los intereses cristianos. Satanás también se alejó de la forma angelical que veíamos en Rávena para combatir otras creencias, como las grecorromanas: su forma de desacreditar otras religiones era dotar a la encarnación del mal de los atributos principales de sus dioses. Por ejemplo, los atributos compartidos con el macho cabrío podrían estar relacionados con la deidad Pan, semidiós de los pastores y rebaños, así como dios de la fertilidad y de la sexualidad masculina en la mitología griega.
En este recorrido por la representación artística del demonio, tal vez debamos una mención especial a El Bosco cuya obra, más allá de los intrincadas torturas y seres monstruosos representados en el infierno de su Jardín de las Delicias, es una en la que recoge más representaciones de seres demoníacos. En su tríptico Las tentaciones de San Antonio, despliega todo un imaginario que no siempre sigue la iconografía habitual y refleja claramente la creatividad e imaginación del artista, dando como resultado una obra en la que los demonios toman todas las formas posibles para atraer al santo hacia los pecados.
La imagen de Satanás ya estaba más que definida como ese ser monstruoso y feroz, pero en el siglo XVII se publica un texto que amplía aún más la concepción del diablo: el poema épico de John Miton, El Paraíso Perdido. Aquí, aunque también toma forma de serpiente y de otros seres para lograr sus objetivos, Satanás demuestra tener rasgos humanos y se convierte en un personaje rebelde que incita a los humanos a la comisión de pecados.
Muchas esculturas posteriores abrazan esta nueva percepción. De hecho, el catálogo de la Exposición Nacional de 1878 reconocía que El Ángel Caído de Ricardo Bellver, la escultura de El Retiro de la que ya hemos hablado, se inspiraba en un fragmento del Canto I de la obra de Milton. Esta relación también es perceptible en El Ángel Caído del pintor francés Alexandre Cabanel. En un artículo reciente, el poeta irlandés Niall MacMonagle dedicó unas líneas al cuadro de Cabanel y, precisamente, al analizarlo echaba mano de unas palabras del poema de John Milton que reflejaban este cambio conceptual: "Mejor reinar en el infierno que servir en el cielo".
La representación de Satanás ha evolucionado con el paso de los años, adaptándose a las corrientes estéticas de cada época. Algunos artistas más contemporáneos también han inmortalizado a Satanás, o al menos le han hecho un pequeño guiño. Una de las obras más famosas del pintor estadounidense Jackson Pollock se titula Lucifer. La representación del diablo, en este caso, no tiene unos rasgos identificables, más allá del título, ya que está pintado con los rasgos propios del expresionismo abstracto que hizo célebre a su autor.
Lilith, una encarnación femenina
C. G. F.
El Génesis relata de la siguiente manera la creación del hombre: «Creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó». Por tanto, pese a que la versión más extendida sobre la creación de la mujer alude a su nacimiento a partir de la costilla de Adán, vemos que hay una mención anterior a un personaje femenino. La tradición judía se ha valido de esta incongruencia para hablar de una mujer anterior a la existencia de Eva, Lilith, la primera esposa de Adán, que se mostró insumisa a su dominio y, por lo tanto, acabó rebelándose y abandonando el Edén por su propio pie.
Así es como Lilith pasa de ser una mujer a un ser demoniaco, una femme fatal que tienta a los hombres y los empuja a su perdición. John Maler Collier, famoso retratista prerrafaelita, es uno de los artistas que mejor ha sabido inmortalizar la personalidad de esta mujer maldita: su retrato de Lilith es una auténtica representación de la seducción a través de una mujer bella y con una larga melena pelirroja, un color que tendía a asociarse con el pecado y la maldad. Junto a ella la serpiente, símbolo indiscutible del pecado y una de las manifestaciones más comunes con las que se aparece el demonio.
Por insumisa, Lilith acabó convertida en un diablo. Sin embargo, hay quien ve en ella un auténtico icono feminista, sinónimo de libertad e independencia. Escoger su destino fue, en realidad, el peor de sus pecado.
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