Fruta escarchada, agua de azahar, habas… Análisis botánico de un roscón

Todo lo que esconde un roscón, haba incluida

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Hay un ingrediente que los ojos no ven, pero que el paladar reclama: el agua de azahar, empleada para hidratar la masa
Hay un ingrediente que los ojos no ven, pero que el paladar reclama: el agua de azahar, empleada para hidratar la masa. Getty Images

Las fiestas navideñas son la prueba fehaciente de que los viajes al pasado no son ciencia ficción, sino una ocurrencia normal y corriente. Tantas películas y series televisivas imaginando artilugios llenos de cables y palancas, para luego descubrir que la mejor máquina del tiempo es un trozo de mazapán.

Y es que las celebraciones —sobre todo aquellas con un componente ritual, litúrgico— suelen actuar como pequeñas islas de conservación en las que sobreviven tradiciones que, aunque se han extinguido en nuestra vida cotidiana, antaño fueron mucho más normales. Tomemos, por ejemplo, la gastronomía: hoy en día no hay anfitrión que organice una cena en agosto y riegue la conversación con vino especiado, o saque una palangana de mazapanes y confites de postre, y sin embargo ninguna de las dos cosas hubiese desentonado en un banquete real en la Europa del 1300.

Lo que antaño se comía todo el año (al menos, si tenías la suerte de haber nacido noble) fue quedando relegado a la "isla de conservación festiva" que son las Navidades. De ahí que podamos viajar a tiempos pretéritos y geografías lejanas saltando de polvorón en polvorón… o montados en un roscón, que nos contará sus historias a través de la botánica de sus ingredientes.

Ornamentos superficiales

Todo roscón que se precie suele estar decorado con fruta escarchada. El escarchado es un método de preservación que consiste en sustituir el líquido natural de la fruta con azúcar, sumergiéndola en baños azucarados cada vez más concentrados para que se empape de dulzura hasta alcanzar una concentración que garantice su estabilidad (pues la sacarosa puede actuar como conservante).

Estas técnicas florecen a partir de tiempos medievales, cuando aumenta la disponibilidad de uno de sus ingredientes principales: el azúcar (proveniente de la caña de azúcar, Saccharum officinarum). En los primeros tratados de confitería, como el Llibre de totes maneres de confits (s. XIV) ya aparecen recetas para confitar frutas, como membrillos, cerezas o manzanas, y varios tipos de cítricos, entre ellos naranjas (probablemente amargas) o limones.

Las frutas escarchadas que hay en los roscones no siempre son reconocibles, quizás en parte debido al uso de colorantes que les confieren unas tonalidades más o menos, ehm, ¿alienígenas? Por ejemplo, normalmente escarchadas con un color verde chillón, encontrarás pedazos de Cucurbita ficifolia, una calabaza americana de bellísima corteza verde moteada de blanco, y de la que se obtiene también el cabello de ángel. (No, no me estoy confundiendo al hablar de calabazas como frutas: a pesar de que solemos hallarla junto a las hortalizas, la calabaza es un fruto, con sus semillas dentro como la botánica manda, así que el calabazate tiene pleno derecho a figurar entre las frutas escarchadas.)

En algunos lugares se conoce a esta calabaza como cidra, un nombre que puede inducir a error, pues también designa a unos cítricos ancestrales que responden al nombre de Citrus medica (y que, estos sí, adoptan una preciosa tonalidad verdosa al confitarse). Estos cítricos antaño fueron regalo de reyes y altos dignatarios, pero hoy son bastante más difíciles de encontrar: las modas gastronómicas los han ido arrinconando hasta casi olvidarse de su existencia. Raro será que encuentres un roscón coronado con esta cidra cítrica, pero tal vez localices algún pedacito rebuscando entre panettoni italianos, como parte de la fruta confitada que se añade a la masa.

Los cítricos son frutos que se han consumido escarchados desde hace siglos. En la foto, limones, cortezas de cidra escarchada y kumquats confitados. Aina S. Erice

Penetramos en los secretos de su interior…

Y aunque podemos imaginar un roscón sin fruta escarchada —poco ortodoxo quizás, pero posible—, hay un ingrediente que los ojos no ven, pero que el paladar reclama; aquel ingrediente que si te quedas corto "el cliente dice que 'el roscón no sabe a roscón'", en palabras de Beatriz Echeverría, del obrador madrileño El horno de Babette. Se trata del agua de azahar, empleada para hidratar la masa y cuya frescura y calidad son esenciales, según Echeverría.

Como bien sabe cualquiera que frecuente huertas o ciudades ricamente plantadas con naranjos, no es lo mismo el perfume del azahar que el aroma que obtienes al rascar una piel de naranja. Por tanto, para capturar la fragancia volátil de las flores del naranjo amargo (Citrus aurantium) no basta con un rallador, sino que es necesario destilar las flores en un alambique, lo que nos permite la obtención de dos líquidos interesantes: por una parte, aceite esencial de neroli, empleado en perfumería; por otra, un hidrolato fragante, el agua de azahar.

El azahar y las rosas son las dos flores cuyas "aguas" han tenido mayor peso en la historia; de su mano podemos viajar hasta los talleres alquímicos de Oriente Medio, donde comenzaron a desarrollarse y perfeccionarse las técnicas de destilación, a finales del primer milenio. No es casual que el agua de azahar se considere uno de los ingredientes básicos en tradiciones gastronómicas de raigambre islámica, desde tajines marroquíes hasta dulces fritos como las halwa shabakiya. En Al-Ándalus ya se destilaban sus flores, aunque el hidrolato resultante no tiene usos exclusivamente alimenticios o perfumísticos, sino también medicinales; de hecho, durante siglos el agua de azahar se vende como carminativo (que ayuda a eliminar gases intestinales), antiespasmódico y sedativo. Probablemente la dosis de nuestro roscón no sea suficiente para calmar los nervios de los comensales mientras mastican con expectación, a la espera de que aparezca nuestra tercera protagonista vegetal…

Los pétalos de los cítricos tienen glándulas con aceites esenciales, que se evaporan al exponer a las flores a una fuente de calor; si consigues atraparlos y recondensarlos (por ejemplo, usando un alambique), habrás logrado destilar la "esencia" de la flor. Puedes hacer una destilación en seco, o en húmedo, más frecuente para flores como el azahar, y así obtendrás aceite esencial + agua de azahar

… hasta el corazón del roscón

Si el agua de azahar es la esencia gustativa del roscón, el haba encapsula su esencia cultural. No hay ingrediente que nos lleve más atrás en el tiempo, o que tenga historias más interesantes que contar. El haba seca es el lazo que une a nuestro roscón con sus antecesores más inmediatos: los gâteaux y galettes des rois franceses (que al parecer llegan a España con la dinastía Borbón, quizás en tiempos de Felipe V, pero que no se popularizan hasta el s. XIX).

No son los únicos que guardan un haba en su interior: en Inglaterra tenemos la tradición de los Twelfth Night cakes ("tartas de la Duodécima Noche"), en Italia dulces como la fugassa d’la beffana, en Portugal el bolo rei, etc. Las formas varían —algunos son roscos agujereados; otros, pasteles macizos—, y también los ingredientes —el roscón español es un pan dulce con levadura, mientras que la galette des rois es un pastel con hojaldre y relleno—, pero lo que permanece inalterable es la presencia del haba en su interior.

Si bien hoy muchos roscones (y tartas emparentadas) contienen también una figurita, en las versiones más antiguas de estos dulces únicamente había haba, y quien la encontraba en su porción era proclamado "rey del haba" (roi de la fève) durante un día.

Pero, ¿por qué rey por un día? ¿Y por qué gracias a un haba?

Es precisamente aquí donde la cosa se pone interesante, pues tirando del hilo llegamos hasta la antigua Roma, y a las festividades que hoy día se describen (erróneamente) como “la versión pagana de las Navidades”: las Saturnalia. Estas celebraciones tenían comienzo el 17 de diciembre. Y si bien se festejaban con regalos y banquetes por todo lo alto, si tuviésemos que emparentarlas con alguna celebración actual, se parecerían más al Carnaval que a la Navidad. Durante las Saturnalia, muchas estructuras y convenciones sociales quedaban, si no invertidas, al menos suspendidas. Los esclavos comían en la mesa de sus señores, los juegos de azar estaban permitidos y entre los varios pasatiempos hallamos el de proclamar a un "rey saturnalio", cuya elección se echaba a suertes… y los romanos empleaban justamente habas en sus votaciones.

Se trataba del haba eurasiática Vicia faba, cuya historia de domesticación aún es un misterio, pues no sabemos muy bien quiénes son sus ancestros silvestres directos. Desde la India hasta el norte de África, los humanos hemos desarrollado distintas variedades de haba, que suele comerse tierna cuando aún es verde y jovencita; a medida que crece y la piel se endurece, aumentan las probabilidades de terminar conservada y consumida como haba seca (inteligente forma de almacenarla y tenerla disponible durante los meses invernales). Y, aunque a veces las llamemos del mismo modo, las fabes de toda fabada que se precie son botánicamente distintas: son judías o frijoles, Phaseolus vulgaris, legumbres americanas muy variadas que enriquecieron maravillosamente nuestra gastronomía (pero que no pintan nada en un roscón).

Las prosaicas habas que se cuecen en todas partes tienen una historia cultural asombrosa; han sido objeto de tabúes alimenticios religiosos (por ejemplo, entre el sacerdocio egipcio o romano, probablemente también entre los pitagóricos), han sido consideradas amuletos en rituales mágicos, ofrendas para los dioses, ayuda para espantar a los espíritus de los muertos, o incluso la residencia de dichos espíritus, por mencionar solo unas cuantas. Las teorías de por qué precisamente el haba (y no cualquier otra legumbre), son legión, y entre ellas encontrarás referencias a que tienen tallos huecos, a la conexión entre la flatulencia y la naturaleza del espíritu, o al riesgo mortal que suponen las inocentes habas para las personas afectadas por favismo (una condición genética que causa —entre otras cosas— una anemia brutal tras comer habas o incluso haber estado en contacto con el polen de la planta).

¡Cuántas cosas caben en un haba!

Sin embargo, y según me cuenta Beatriz Echeverría, estas legumbres tienen los días contados dentro del roscón: "Ya casi no se pone, nosotros la pusimos un tiempo y los clientes decían que casi se la tragaban de lo pequeña que es (…) pues la dejamos de poner". Los tiempos cambian; la comodidad y la irrelevancia conspiran contra Vicia faba.

Las "islas de conservación festivas" no nos proporcionan máquinas del tiempo infalibles; no son inmunes al cambio. No comemos hoy lo mismo que comían nuestros abuelos en Navidad. Y las tradiciones no solo se heredan sino que se construyen, como las uvas de Nochevieja o los mismos roscones, importados hace siglos del otro lado de los Pirineos y ahora plenamente integrados en la gastronomía navideña española.

Y está bien.

Pero cuando llegue el día en que me vendan un roscón desprovisto de su mítica legumbre… seré yo misma quien, a hurtadillas y cuchillo en mano, vuelva a esconder dentro del dulce todas las historias que viajan dentro de una simple haba.

Aina S. Erice es escritora, bióloga y autora de El libro de las plantas olvidadas.

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