Dejé de usar WhatsApp durante un mes y esto es lo que aprendí

Cuando borras tu perfil te pueden seguir mandando mensajes

Al volver a usarlo logré dejar atrás algunos malos hábitos

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En septiembre 900 millones de personas en todo el mundo usaban WhatsApp. Casi tantas como personas viven en África. España es el país de Europa en el que más se utiliza. Sí, por mucho que los que escribimos de tecnología hablemos de Snapchat, Telegram o Signal, nada le hace sombra ni de lejos a la madre de todas las aplicaciones de mensajería.

WhatsApp nunca me ha gustado demasiado. En parte porque siento que ha corrompido lo que considero que es lo mejor de internet: la capacidad de hacernos volar, de lograr que descubramos un poco mejor la tierra indómita que hay más allá de nuestro barrio. Cuando comencé a navegar en los 90 me pareció fascinante el mundo que se abría en la pantalla del ordenador. Entonces estudiaba periodismo y pasaba horas visitando webs tan exóticas como la del Partido Comunista de Estados Unidos, escuchando emisoras de radio en idiomas que no entendía o leyendo a blogueros con los que en alguna ocasión terminé tomando cañas.

Este popularísimo servicio de mensajería y en menor medida Facebook han estrechado para muchos el ángulo de visión de internet. Muchas conexiones a la red desde el móvil se producen desde las aplicaciones que abren las puertas a estos dos servicios. Lo que está potenciando algo que podría llamarse el internet cercano. Aunque esto tiene cosas muy positivas, la intensidad con la que se produce el fenómeno creo que es empobrecedora. El móvil paradójicamente se convierte en algo que impide a nuestra mente ir un poco más lejos en nuestro día a día.

WhatsApp nació en 2009 como una aplicación para el iPhone que imitaba descaradamente a BlackBerry Messenger, la aplicación que pasó de ser utilizada por ejecutivos a convertirse en el canal de comunicación de los jóvenes que incendiaron Londres durante 2011. Por aquel entonces WhatsApp ya crecía como la espuma. Su éxito se debió en gran medida a que podía usarse prácticamente en cualquier smartphone. Incluso hoy sigue funcionando en algunos antiguos Nokia.

Facebook compró hace un par de años WhatsApp. A partir de entonces comenzaron a pasar cosas extrañas. Un mes después de que sus creadores hicieran esa venta multimillonaria se implantó el doble check, que es el equivalente en el mundo de la mensajería instantánea al burofax en el mundo judicial. Cuando los dos iconos azules aparecen en una pantalla comienza una cuenta atrás, invisible pero palpable, para que respondas al mensaje.

Sí, es posible desactivar esa función que viene activada por defecto (ajustes/cuenta/privacidad/confirmaciones de lectura). El problema es que como su uso es mayoritario uno termina siendo un bicho raro si decide que los demás no puedan enterarse si ha leído o no sus mensajes. Así que WhatsApp ha pasado de ser una aplicación que permite enviar mensajes a ser una aplicación que casi te obliga a mandar mensajes. Los grupos también son uno de los principales ganchos para obligarnos a mirar a la pantalla y teclear. Entre otras cosas porque es posible saber quién ha leído los mensajes que enviamos y quién no. La espiral del silencio en estado puro.

Hace unos meses comencé a percibir que algo extraño sucedía con WhatsApp. Varios amigos que no son precisamente fanáticos de la tecnología comenzaron a usarlo cada vez más. Algunos incluso con una intensidad que me sorprendió. En ocasiones tenía la sensación de que sus mensajes no parecían escritos por ellos.

Me encontré con situaciones desagradables: gente que se enfadaba porque no se había enterado de un plan al no mirar a tiempo una cadena de mensajes en un grupo, desencuentros por no responder con la suficiente velocidad a un mensaje y otras miserias similares. WhatsApp parecía estar logrando el perverso efecto de convertir a gente inteligente en personas torpes y suspicaces.

Los usuarios que utilizan compulsivamente la aplicación, y que con frecuencia esperan una respuesta inmediata a sus mensajes, son los que en gran medida están logrando que WhatsApp provoque dolores de cabeza. Realicé una encuesta en Twitter hace unos días preguntando a los que quisieran responder si se sentían atados a WhatsApp. Por supuesto no esperaba que algo así pueda ser representativo, pero a pesar de ello me llamó la atención que la opción que obtuvo una mayoría clara de votos era la que decía que la aplicación era genial.

Además he percibido que WhatsApp está frenando otras formas de comunicación más directas. En ocasiones cuando una conversación de trabajo por WhatsApp amenaza con ser interminable decido llamar por teléfono sin más. En más de una ocasión he comprobado que eso ha dejado completamente fuera de juego a mi interlocutor. Nunca logro explicarme porque alguien que está dialogando conmigo le puede costar tanto hablar en lugar de chatear. Sospecho que se debe en parte a que despersonalizar la comunicación es algo terroríficamente cómodo.

También vi que las relaciones con familiares y amigos en lugar de estrecharse gracias a WhatsApp en ocasiones se diluyen. ¿Qué necesidad hay de quedar si ya hemos dado señales de vida mandando unos cuantos mensajes? Cosas como esta me llevaron a plantearme abandonar WhatsApp.

En mi trabajo de profesor pensé que no tendría demasiada importancia hacer algo así, pues la comunicación importante se produce en persona o por correo electrónico. Aunque en esto, como contaré después, me encontré con alguna sorpresa. El problema es que también escribo sobre tecnología y eso me obliga a comunicarme con gente por toda clase de medios. Entre ellos, por supuesto, está WhatsApp. Así que la decisión tenía sus riesgos. Al margen del trabajo no tenía ni la más mínima idea de que podría suceder al soltar amarras.

A partir de aquí es cuando abandono la aplicación

Decidí dejar WhatsApp durante un mes. Después volvería a darme de alta y seguiría usándolo durante otro mes. De lo que sucediese en esos dos meses dependería mi decisión de abandonar definitivamente o seguir usando el servicio. Hace unos días terminé mi experimento.

El cuatro de octubre escribí un mensaje en un grupo avisando a varios amigos de lo que iba a hacer. Luego eliminé mi perfil en WhatsApp y borré la aplicación del teléfono. Durante los días posteriores también conté varias veces en Twitter y Facebook lo que estaba haciendo. También me deshice de la aplicación Telegram, pues es lo más parecido a WhatsApp que existe actualmente.

Durante mi ausencia usé Snapchat una vez, en dos o tres ocasiones Messenger de Facebook, un par de veces los mensajes privados de Twitter y con frecuencia FaceTime, la aplicación de mensajería de Apple que sólo funciona en el iPhone. Aunque esta siempre la usé para comunicarme con la misma persona. También recurrí a los sms. A pesar de todo descendió en picado el tiempo que le dediqué a usar mensajería instantánea. Diría que en torno a un 80 o un 90 por ciento.

La primera sorpresa después de mi desconexión vino cuatro días después. Un amigo me llamó para preguntarme por qué me había dado de baja. Algo que me dejó bastante K.O. Creí entender que detrás de sus palabras en realidad lo que me estaba preguntando era si me encontraba bien.

La segunda sorpresa no tardó en llegar. Un compañero de trabajo me preguntó por qué no respondía a sus mensajes. Eso me desconcertó. ¿Era posible que alguien pudiera seguir mandándome mensajes? Pedí a algunos amigos que intentasen comunicarse con mi cuenta fantasma.

Descubrí que cuando borras tu perfil en WhatsApp las personas que alguna vez han chateado contigo te pueden seguir mandando mensajes. Aunque ya no aparece tu imagen de avatar en el perfil. Como no hay forma de saber que te has marchado de WhatsApp los que te mandan un mensaje piensan que tienes el teléfono apagado. Así descubrí otra de las formas con las que se fomenta que usemos la aplicación.

Un día me sucedió algo divertido. Tuve que retrasar media hora una entrevista y la persona con la que me había citado no tenía encendido el teléfono. Así que le mandé un sms para decirle que llegaba tarde con la esperanza de que lo leyese. ¡Eché de menos el double check! Cuando nos vimos mi interlocutor me dijo con bastante sinceridad que había visto el mensaje. Aunque no había respondido porque no sabía lo que le podía costar mandar un sms.

Aquello me chocó bastante. Al fin y al cabo enviar sms actualmente es gratis con muchas tarifas de contrato y por lo que he indagado el precio máximo para enviar uno con una tarjeta de prepago es de 18,5 céntimos. Asi que aquella respuesta me pareció muy excéntrica. Pero esto me hizo entender que en realidad la primera razón por la que muchos usan WhatsApp es puramente económica. ¡Sólo cuesta un euro al año y ahorras mucho dinero en llamadas! La irrupción brutal de WhatsApp en España muy posiblemente ha tenido que ver con la crisis económica.

Durante el tiempo que estuve sin usar el servicio al principio me sentí a ratos aislado. Aunque esa sensación fue desapareciendo poco a poco y descubrí sensaciones que había dejado de experimentar. En alguno de los viajes que realicé solo eché de menos en alguna ocasión mandar una foto o contar algo por WhatsApp. Pero también descubrí que era liberador ese silencio.

También utilicé más las redes sociales. Lo que me demostró que WhatsApp hacía que dejase de compartir ciertas cosas en público y las compartiese sólo en privado. Seguramente por eso una de las cosas que está haciendo Twitter para impulsar su crecimiento es potenciar los mensajes privados.

Cuando ya estaba a punto de terminar mi mes sin WhatsApp un día tuve que volver a darme temporalmente de alta. En la escuela de arte en la que trabajo se había creado un grupo por el que se iban a canalizar algunas informaciones. Como era importante usarlo instalé la app, me agregaron al grupo y volví a marcharme durante unos días borrando la aplicación. Aunque en esta ocasión no di de baja mi cuenta para no salir de ese grupo.

Al volver a usar de nuevo WhatsApp el cuatro de noviembre me percaté de que había dejado atrás algunos malos hábitos. Como el mantener ciertas charlas personales sobre temas importantes que no es buena idea tratar mediante mensajes. Desde mi desconexión he hecho, por una parte, un uso más lúdico, y, por otra, uno más práctico de WhatsApp.

En definitiva, con mi desconexión he descubierto que al margen del trabajo no había ningún problema para abandonar WhatsApp. Cuando la gente sabe que no lo usas puede que en algún caso te pierdas durante unas horas o días alguna noticia. También puede pasar que algunas personas con las que no mantienes una relación estrecha dejen incluso de comunicarse contigo. En el trabajo la cosa es diferente. En mi caso abandonar WhatsApp puede ser un problema serio. Así que seguiré usándolo.

En tecnología nada es eterno. Ni los productos ni la forma en la que los usamos. WhatsApp tiene muchas cosas tremendamente positivas. La principal, que ha facilitado la comunicación entre las personas con menos recursos económicos. Al fin y al cabo Jan Koum, uno de los fundadores de WhatsApp, era un inmigrante ucraniano que firmó la venta de su participación a Facebook en la puerta del comedor social al que acudía antes de crear este servicio.

A pesar de que este servicio existe desde hace años el proceso de adaptación aún no ha concluido. Es muy probable que tras la borrachera inicial terminemos en el futuro usando la mensajería instantánea de forma un poco más inteligente a cómo lo hacemos hoy. Mientras tanto es mejor no perder la cabeza ni olvidar que casi siempre la mejor comunicación es la que se produce cara a cara.

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