Mi mayor miedo antes de entrar a la sala es que los asistentes no estén precisamente como el entregado público de una telecomedia grabada en directo, sino más bien como se dice a veces que está el público del Camp Nou durante los partidos: como si estuviese en el Liceo. Impertérrito, exigente, poco dado al aplauso regalado ni a la carcajada complaciente. Pero claro, enseguida me doy cuenta de que me estoy dejando llevar por un tópico tan clásico que bien podría servir para un gag de Ocho apellidos catalanes, así que recuerdo que el humor de diferencias culturales puede no ser el más elegante, pero pocas veces falla, y me acerco al cine con la mejor de las disposiciones posibles.
Las salas son las del centro comercial La Maquinista, elegido por dos poderosas razones que me da un amigo en Facebook. Razón primera: es uno de los dos cines con mayor afluencia de público en Barcelona, y razón segunda: La Maquinista es el público socioeconómicamente más heterogéneo con diferencia. Hay gente con pasta de casas del Maresme, clase trabajadora de Bon Pastor y Verneda, clase media catalana de Sant Andreu...
En la sala multitud de parejas de todas las edades, algún señor mayor suelto y varios grupos de niñas/preadolescentes a las que no les echo más de trece años, entretenidas sacándose selfies en las butacas. La sala está más o menos a la mitad, pero hay suficientes asientos vacíos para que la gente se cambie a una posición más cómoda en cuanto se apagan las luces.
No hay aplausos ni vítores en la primera escena ni cuando aparecen los nombres de Clara Lago o Dani Rovira. De hecho, con los primeros chistes nadie ríe, y yo sufro mortificada en mi butaca pensando que igual los tópicos sí son reales y sí estoy en el Liceo. Pero llega el chiste (atención: posibles spoilers a continuación) del flequillo “aberchándal” y ahí se rompe el hielo. Con la escena de las palmas en el tablao, la gente se descojona ya de forma abierta y desinhibida. Durante el transcurso de la película, los comentarios que se escuchan en la sala van de un “¡Qué bueno!” con las primeras frases en catalán leídas con un acento más que precario a un “¡Qué tonto!” con algunos de los gags más insólitos. Es más sencillo contar qué chistes no hacen gracia y apenas obtienen resultados en la sala: nadie se ríe con las referencias a llevar dinero Andorra, tampoco tienen éxito las referencias a la tacañería catalana y hasta hay algún soplido cuando se menciona que el equipo del pueblo ficticio juega en la Champions. En cambio, cuando aparece Rosa María Sardà hay un revuelo de codazos y se oye bisbear “la Sardà, la Sardà”. También se oye un “¡Qué guapa es Clara Lago!” en un primer plano en el que llama la atención. En algunas escenas el público llora, literalmente, de risa, tanto que siento rebotar la butaca del cine por las carcajadas de los de al lado. Son sobre todo muy celebradas las interacciones Koldo-Rafa y la aparición de los calçots, definidos como “cebolletas”.
En la parte final de la cinta el público deja de reír tan a menudo. No triunfan nada los comentarios llenos de ironía por parte del personaje de Dani Rovira sobre lo vagos que son los andaluces, ni los gags protagonizados por el hipster que interpreta Berto Romero, pero cuando un secundario de la película pronuncia un “Digamelón” al coger el teléfono, una parte del cine se viene abajo. Las niñas preadolescentes no, claro, que no habrán entendido el chiste.
En la escena final de la película, el epílogo, se oyen los primeros aplausos de la noche cuando el personaje de Koldo hace uso de su fuerza bruta para modificar un pequeño detalle fronterizo, pero ahí acaba el arranque emotivo. Ocho apellidos catalanes terminan y gran parte del público no parece muy entusiasmado. Satisfecho, tal vez, pero no todo lo que cabría esperar. En la puerta del cine, ante mi asombro y el de los presentes, una chica lloriquea delante de su novio mientras dice quejosa:
“La primera me encantó, pero es que esto…”.
Las preadolescentes no dicen nada, se limitan a encender sus móviles, y los que van saliendo hablan de cosas que no tienen que ver con la película, señal no muy halagüeña. No hay críticas. No hay un “qué bueno cuando…” ni un “Se han pasado con…”. Pero ya fuera de los cines, caminando por esas pasarelas colgantes que constituyen buena parte del centro comercial La Maquinista, coincido con una señora mayor que estaba centrada varias filas detrás de mí. Camina con su marido al lado y habla por teléfono. Al pasar a su lado la oigo que comenta: “Es mala, pero te ríes”. Todo está en orden. El equilibrio del Universo ha sido restaurado.
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