Cuando ocurre una tragedia, muchos tenemos la necesidad de expresar nuestra solidaridad, compartiendo tuits e ilustraciones o cambiando la foto de perfil. Pero también son muchos los que dudan de que esto sirva para algo, aparte de para hacernos sentir mejor: un tuit (o cien mil) no va a cambiar las cosas.
Además de eso y como recordaba Caitlin Dewey en The Washington Post, las causas en redes sociales duran muy poco. Tras los atentados de noviembre en París y según datos de Trendinalia, una herramienta para medir el impacto de hashtags y temas en Twitter, Dewey constató que las etiquetas solidarias no aguantaron más de 11 horas entre las tendencias globales: “El algoritmo de Twitter está sesgado hacia la novedad”, recordaba.
También añadía que tras una tragedia, “necesitamos tiempo para el pensamiento continuado y contemplativo. Y no hay tiempo para nada: internet sigue adelante”. Y con internet, nuestras vidas. Se trata de un proceso que cada vez es más previsible y va más rápido, según este artículo que publicó ayer Slate.
Solidarité avec nos amis Belges #Bruxelles pic.twitter.com/BAu4rDnfEU
— Gouvernement (@gouvernementFR) 22 de marzo de 2016
Solidarios desde el sofá
El peligro del activismo de salón es que podemos acabar dejando de actuar y conformándonos con formar parte de una causa, pero solo con el móvil. Podemos acabar creyendo que nuestros tuits pueden cambiar el mundo si suman el número adecuado de favs y retuits.
Además, el hecho de querer dar nuestra opinión lo antes posible sobre un hecho tan complejo conlleva el riesgo de que difundamos rumores sin contrastar o, directamente, bulos, simplemente por la satisfacción de participar en un hashtag a cambio de una pequeña recompensa en nuestra conciencia.
Eugeni Morozov, autor de To Save Everything Click Here, criticaba ya en 2009 este activismo de salón, recordando que se basa en “la idea nada realista de que, con suficiente conciencia social, se pueden solucionar todos los problemas”.
Es cierto que sumarse a un hashtag contra el hambre en el mundo o contra el cambio climático no va a servir para nada si no va acompañado de acción, y resulta difícil pensar que un terrorista se va a arrepentir tras leer un puñado de tuits airados. Pero a pesar de todo, Megan Garber sugiere en The Atlantic que compartir nuestra solidaridad en redes supone “un acto de compasión masiva”, lo que en internet se convierte “en un mensaje político”. Estos memes solidarios funcionan, en su opinión, como “botones de empatía” que intentan recordar que nos podría haber pasado a nosotros.
De hecho, este activismo de salón puede tener consecuencias prácticas: según un estudio de la Universidad de Pensilvania y Nueva York, tuitear desde casa sobre una protesta incrementa las posibilidades de salir a la calle y sumarse. El estudio recogía datos de protestas de Turquía en 2013, de Londres en 2011 y también del 15M. Su autora recordaba que las redes contribuyeron además a que estas protestas cobraran visibilidad internacional.
Otro ejemplo: el 2 de noviembre de 2010, Facebook publicó una notificación que vieron 61 millones de estadounidenses y que les animaba a votar, en una iniciativa que, como recogía Materia, supuso que “340.000 personas acudieran al colegio electoral movidos por este experimento social”. Los más propensos fueron quienes vieron en esta notificación “que varios de sus amigos ya habían votado”.
Tampoco se pueden olvidar las ocasiones en las que un hashtag nace con la intención de ser una herramienta práctica y no solo una forma de expresar solidaridad. Durante los atentados de París de noviembre, muchos ofrecieron su casa a la gente que necesitaba refugiarse de los ataques usando la etiqueta #porteouverte (“puerta abierta”), en una iniciativa que se ha repetido con los atentados de Bruselas, a pesar de que las situaciones son diferentes: en esta ocasión, no ha habido ataques en terrazas y restaurantes.
Eso sí, este hashtag también tuvo sus problemas: primero, que no sabemos cuánta gente acabó aprovechando esta oferta; segundo que hubo tanta gente tuiteando lo mucho que les gustaba la idea y explicando cómo funcionaba que resultaba difícil encontrar a quien de verdad estaba ofreciendo su casa.
La jerarquía de la muerte
Otro riesgo de la solidaridad en redes es que unas tragedias pueden ocultar otras. La cobertura del atentado de Bruselas está siendo mucho mayor que el que tuvo lugar el domingo 13 de marzo en Costa de Marfil, en el que fallecieron 19 personas, por ejemplo. También vimos en noviembre cómo Facebook nos permitió ponernos la bandera de Francia en la foto de perfil tras los atentados de París, pero no habilitó la misma posibilidad tras el del Líbano, a pesar de había acabado con la vida de más de 40 personas en este país dos días antes.
Se trata de la jerarquía de la muerte, de la que ya hemos hablado en alguna ocasión: nos preocupa más lo que ocurre en nuestro país y en países cercanos, no solo por una cuestión de proximidad, sino también porque la calidad de la información con la que contamos es mayor.
Esto no es algo necesariamente negativo: quizás hemos viajado a París o conocemos a gente que trabaja en Bruselas, por lo que es natural que nos sintamos más próximos a estas ciudades.
Pero esto no quiere decir que no debamos mejorar la información que se da sobre otros conflictos y, también, evitar hablar de ellos desde la perspectiva de los intereses de los países occidentales.
Además, es algo que las redes sociales han de tener en cuenta si pretenden ser medios globales. Por ejemplo, Facebook alertó su Safety Check tras los atentados de París. Era la primera vez que lo hacía para una tragedia que no se trataba de un desastre natural. Pero no lo había hecho tras los atentados de Beirut. La empresa aprendió de las críticas y ha ofrecido en otras ocasiones este servicio que permite alertar a tus amigos de que estás bien. No solo este martes en Bruselas, sino también tras los bombardeos en Nigeria de noviembre pasado.
¿Podemos hacer algo más allá de las redes?
Aunque la lucha contra el terrorismo parezca un fenómeno eminentemente policial y militar, la sociedad civil puede poner su grano de arena. Cristina Fernández, de Movimiento por la Paz, considera necesario combatir las causas de fondo que alimentan el terrorismo en Europa, como la desigualdad, la pobreza o la exclusión.
Esta asociación la han puesto de manifiesto algunos investigadores, como Miguel Ángel Cano, profesor de Derecho Penal en la Universidad de Granada, quien reconoce de manera tajante que "todos los estudios que hasta la fecha se han realizado en el ámbito de la inmigración y el terrorismo islamista muestran cómo los déficits de integración constituyen los factores más decisivos en los procesos de radicalización y reclutamiento yihadistas".
En el plano de la comunicación, la sociedad civil podría involucrarse, por ejemplo, a la hora de desmontar los tópicos que habitualmente se asocian al terrorismo. Cristina Fernández señala al que tradicionalmente vincula a toda la población musulmana con el terrorismo yihadista.
A este respecto, un informe de 2011 del Centro Antiterrorista Nacional del gobierno de Estados Unidos reconocía que "en casos donde la afiliación religiosa de las víctimas del terrorismo pueden ser determinadas, los musulmanes supusieron entre el 82% y el 97% de las víctimas relacionadas con el terrorismo de los últimos cinco años". Es decir, la población musulmana sufre en mayor medida el terrorismo yihadista.
También en el plano de la comunicación, Jordi Calvo, economista e investigador del Centro Delàs de Estudios por la Paz, considera que la sociedad puede adoptar un papel más proactivo que reactivo ante el terrorismo. "Nuestros mensajes tienen la capacidad de influir y cambiar el rumbo de los acontecimientos", dice a Verne. Desde su punto de vista, la sociedad puede reorientar el discurso del miedo hacia una perspectiva más humana, y pedir responsabilidades a sus gobernantes.
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