Gracias a Verne aprendí que petricor es el olor de la lluvia en sitios secos. Claro que soy gallega y allí tenemos una palabra por categoría: no existe la lluvia pegajosa, existe el froallo; no han abierto el aspersor que criticaría Guardiola, está zarzallando.
En esas semanas en las que se suceden más de cinco días de lluvia, un gallego, asturiano, cántabro, vasco, tiene el derecho constitucional de mirar con superioridad al prójimo. Puedes notarlo en sus andares, en su forma de agarrar el paraguas, como ese amigo que domina los palillos en el restaurante asiático mientras a ti se te escapa el arroz por el escote. Los seres del norte no solo hemos sobrevivido a semanas de aguacero en invierno sin desplegar escamas sino que además hemos desarrollado un optimismo casi sensitivo. Ante cualquier cumulonimbo de enorme densidad habrá un gallego diciendo: “esto abre”. Y ojo, casi siempre abre. “Aquí llaman lluvia a cualquier cosa”, también decimos. Porque aquí llaman lluvia a cualquier lánguida sucesión de gotas. Nada que ver con esos temporales mitológicos que nos dejaban días sin colegio. Eso que ahora han tenido a bien a llamar “ciclogénesis explosiva”, que también podría ser el nombre de una canción que nos representa en Eurovisión.
En las zonas en las que no llueve a menudo existe un temor incomprensible al líquido celeste. Puedes ver a personas huyendo de lluvia como si portase radioactividad. Madrid con lluvia, por ejemplo, se vuelve una ciudad peligrosa. De las nubes brotan coches por generación espontánea. Hay atascos dentro de los atascos de los atascos de los atascos. Hay personas que se arriman a los soportales con paraguas que están incluidos en dosieres de servicios de inteligencia. Hay señoras que son soldados de secano armados. Si más de dos paraguas se encuentran frente a frente en una acera se sobreviene una prueba de Matrix. Así que los de provincias ya aceptamos que cada vez que llueve en Madrid se convierta en noticia.
Pero, ¿qué hacer cuando llueve si no me apetece hacer nada?
Pues eso, ríndete al sofá y a la melancolía. Los días de lluvia nos permiten un lujo necesario en estos tiempos de felicismo extremo en redes sociales: estar melancólicos sin tener que justificarte. Posa lánguido en el alféizar de tu ventana, arrastra tu mano por el cristal, deja que el espíritu de un personaje de Jane Austen te devore, saca tu guitarra, termina con toda sustancia comestible, o de dudosa salubridad, de tu nevera.
Tienes excusa: la lluvia mengua nuestra vitamina D, que influye directamente en nuestra serotonina: “Perdone jefe, hoy no estoy de humor para terminar el Excel, es la serotonina”, “Esta noche no, que me duele la serotonina”, “Estoy terminándome esta caja de galletas de chocolate porque me lo pide la serotonina”.
¿Y qué hacer con toda esa melancolía acumulada?
Crear, crear, crear. Un estudio publicado en 2006 por Christina Ting Fong constató que la gente es más creativa en las épocas en la que sus emociones están a flor de piel. Vamos, que si hay mariposas en el estómago, hay ideas.
Además, tienes la oportunidad de abandonar la política, el desgobierno, los pactos o las exclusivas de Inda como tema de conversación en taxis y ascensores, recuperando un clásico imperecedero: el tiempo. No la desaproveches.
Pero es que odio la lluvia y siempre se me rompe el paraguas
Sí, lo del paraguas y el viento sigue siendo una asignatura pendiente de la ciencia. Estaría bien ponerse ya con eso. Pero no importa que ahora te quejes con solemnidad por no poder tomarte el café en la terracita. Porque tu cabeza terminará bloqueando los días de lluvia y recordando los soleados. Por eso en nuestros fotogramas de veranos pasados no hay nubes y sí chapuzones. ¿Acaso llovía en Verano Azul? Además, antes de que te des cuenta ya te estarás quejando en tus redes sociales del calor.
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