Tengo 45 años y mi hermana controla mis gastos. Cuando voy al trabajo, salgo de casa con cinco euros. Y tengo que justificar ante ella cada céntimo que gasto. Es un ejemplo más -y no el más grave- de cómo mi día a día, desde los 18 años, ha estado marcado por mi adicción al juego.
Hubo un tiempo en que las cosas se enderezaron. Después de varios años gastando mi dinero en tragaperras, bingos y casinos, después de una lucha sin cuartel contra mí mismo, logré superar mi adicción.
Pero todos los días, de camino al trabajo, pasaba por la puerta de los locales de apuestas deportivas que han proliferado en nuestras ciudades. Un día se me ocurrió apostar un euro y ese euro me devolvió al barro.
Como decía, mi adicción al juego comenzó con mi mayoría de edad. Eché la vuelta de un café a una tragaperras y tuve suerte: 2.500 pesetas. Ahora sé que todas las partidas son una derrota, pero entonces me convencí de que las cosas me irían bien en el juego. Empecé a frecuentar bingos y casinos, con bastante buena fortuna.
Entonces, incluso miraba con condescendencia a quienes me rodeaban: eran unos perdedores atados a sus trabajos insustanciales. Yo, en cambio, me permitía lujos materiales que estaban lejos del alcance de la gente de mi edad. Recuerdo que mi colección de discos era la envidia de mis amistades.
Pero mi colección de vinilos comenzó a menguar pronto. Mi racha cambió y me vi obligado a malvenderlos para conseguir dinero. Y eso no fue lo peor, claro. Lo peor llegó cuando empecé a robar dinero a mis hermanos y joyas a mis padres. "Total, en cuanto vuelva la suerte lo devolveré todo", pensaba. Aquella suerte nunca ha vuelto.
Los trabajos tampoco me duraban. Cuando llegaba el día de cobro, me borraba del mapa por unos días. En algunos trabajos, me perdonaban. En la mayoría, no. Pero a la larga mandaba al traste cada una de mis oportunidades. El juego y la mentira siempre van de la mano.
Un día, sentado en el coche de mi padre, busqué ayuda por primera vez. "Papá, tengo problemas con el juego", le dije. Él, que era un jugador social, a quien le gustaba el juego pero sin comprometer su vida social o la estabilidad económica de nuestra familia, se mostró comprensivo y quiso ayudarme. Pero, claro, no entendía mi problema. Necesitaba algo más que una charla motivacional de padre a hijo: yo necesitaba tratamiento.
Más adelante se lo conté a una novia, que me animó a que buscara una terapia. Solo pude aguantarlo cuatro días y regresé a mis andadas. Lógicamente, aquella chica se acabó marchando de mi lado. Me he preguntado un millón de veces cómo habría sido mi vida de haber conservado a mis parejas o mis trabajos. Cómo habría sido mi vida si, en vez de jugarme mis ahorros, me hubiese comprado una casa. Pero preguntárselo no tiene ningún sentido a estas alturas. No quiero flagelarme con mi pasado. Solo me queda transformarlo en una fuerza positiva que me haga salir adelante. No quiero caer más veces en lo mismo.
En el año 94, por fin me animé a seguir un tratamiento de verdad. Pero la estabilidad solo me duró dos años. La gente, por lo general, no sabe que la línea que mantiene a los ludópatas alejados del juego es muy fina, que nunca dejamos de ser jugadores, que lo nuestro es una lucha diaria.
En el año 97 volví a someterme a un tratamiento y, esta vez sí, logré mantenerme alejado de los bingos, de las tragaperras y de todo lo que me hacía daño. Logré mantener mi situación estable hasta que hace dos años me animé a apostar un euro con las apuestas deportivas, y luego esas sumas se fueron haciendo más y más grandes.
Ahora están por todas partes. En mis tiempos, podías mantenerte alejado de los salones de juego. Yo incluso acudí a la policía, en una medida desesperada, para que me prohibieran la entrada en bingos y casinos. Pero ahora las apuestas deportivas están ahí 24 horas al día, a un solo click desde el ordenador de tu casa, y con todo el bombardeo publicitario.
Obviamente, nadie nos obliga a apostar. La responsabilidad es solo nuestra. Pero insisto: la línea que nos mantiene del lado bueno es muy fina. Al autorizar tantos locales, los gobiernos regionales están dejando a la gente como yo a las patas de los caballos.
Yo ahora estoy en tratamiento y las cosas me van mejor. En terapia te das cuenta de que hay más gente atravesando lo mismo que tú, que no estás solo, que no eres un vicioso, que somos personas con una enfermedad. Aún tienen que controlarme el dinero -esos cinco euros con los que salgo de casa-, porque estoy en una etapa intermedia del tratamiento, pero las cosas están mejorando para mí. Incluso en el trabajo, mi rendimiento se ha incrementado un 215% desde que he dejado el juego. Se acabó lo de sacar el móvil en mitad de una reunión para saber los resultados deportivos, lo de abandonar una reunión antes de terminarla.
Y, sobre todo, ahora he reunido la determinación necesaria para seguir adelante. Quiero ser un tipo normal, pasar desapercibido, ser feliz con poco, sacarme de la cabeza el pensamiento de que las apuestas me darán dinero para compensar todo el daño que he causado a mi alrededor. Eso no va a pasar, porque las apuestas solo traerán más daño. Y me gustaría hacer que mi padre, que mostró tanta comprensión con mis desbarres, y aunque ya no está entre nosotros, pudiera sentirse orgulloso de mí.
Ya sé que voy a tener que luchar toda mi vida contra mi adicción y estoy dispuesto a plantar batalla. Pero también me gustaría que la sociedad fuese un poco más sensible ante el problema y se preguntara si con tanta permisividad al juego y con tanto culto al dinero estamos caminando en la dirección adecuada.
Texto redactado por Álvaro Llorca a partir de entrevistas con Alonso A.
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