Nací hace 97 años y siempre fui una rebelde. Quizás porque las mujeres asturianas siempre fuimos muy luchadoras, o quizás porque seguí el ejemplo de mi madre, que a mis nueve años ya se había separado de mi padre. No era muy común en aquella época, pero mi madre decidió terminar con una relación que ya no soportaba. Como consecuencia, para llevar dinero a casa, dejé la escuela y me puse a fregar suelos. Ese fue el primer gran vuelco de mi vida.
Al cabo de unos años, mi hermano Antonio, que se había ido a vivir a Madrid, regresó con nosotros a Asturias. Él se puso a trabajar y yo pude dedicarme a aprender el oficio de costurera. Sin embargo, aquello no duró mucho: mi hermano fue asesinado en 1934 por la represión que siguió a la revolución de octubre. Aquel fue el vuelco más doloroso en mi vida y el que más me marcó, porque hizo que creciera en mí la conciencia política y que me afiliara a las Juventudes Socialistas.
Luego llegó la Guerra Civil. Recuerdo que estaba ensayando una obra de teatro proletario, Arriba los pobres del mundo, en la que yo interpretaba el personaje de Maricuela. De ahí procede el apodo con el que aún hoy se me conoce. Al término de un ensayo nos dijeron que había estallado la guerra. Los socialistas pidieron voluntarios para ir al frente y, sin pensárnoslo demasiado, tres mujeres nos unimos a los hombres del pueblo que marcharon a las trincheras. Solo tenía 17 años, pero ya era consciente de que nos estaban robando algo que era nuestro, y que nos correspondía defender la República.
En la guerra yo no cogí ningún fusil, pero estuve en primera línea. Me ocupaba de cocinar y de llevar la comida hasta las mismísimas trincheras. Los disparos y las bombas venían de todas partes, pero, quizás por inconsciencia, no pasé miedo. Y mi función era peligrosa. En una ocasión, pedí un permiso de dos días para ir a mi casa, por lo que una chica, muy buena amiga mía, ocupó mi puesto. Tuvo la mala suerte de ser alcanzada por una bala. Desde entonces, no he dejado de luchar por que se reconozca su memoria.
Aunque éramos pocas en primera línea, hubo muchas mujeres que, de formas muy variadas, trabajaron en la defensa de la República. Llegó un momento en que retiraron a las mujeres del frente y nos llevaron a cumplir otras funciones. A mí me tocó trabajar en un hospital de Gijón, que tampoco era un lugar tranquilo. Me salvé de milagro cuando las tropas enemigas asaltaron el hospital y asesinaron a algunas compañeras.
Más adelante me detuvo la Policía. Ya os he dicho que mi vida está llena de vuelcos. Un consejo de guerra me condenó a 15 años en una prisión guipuzcoana, de los que solo tuve que cumplir cuatro. En el momento en que me mandaron a la cárcel, yo no sabía en qué consistía aquello de "los paseos". Pero ahora sé que fui afortunada por salir con vida. Una vez liberaron a doce presas. Al principio, pensamos que habían tenido suerte, pero luego sus cadáveres aparecieron en la playa y por otros rincones de la ciudad. Además, en la cárcel nos humillaban y nos hacían pasar hambre. También nos obligaban a rezar. A mí, que siempre tuve una cosa clara: "Si dios existiese, no habría permitido que yo empezara a trabajar siendo solo una niña".
A la salida de la cárcel me casé con otro joven socialista que había luchado en la guerra y que vivía en el monte porque le perseguían los franquistas. El día de nuestra boda yo le dije: “No esperes que sea un mueble en casa”. Aunque ya había muchas mujeres que no se dejaban, entonces era común que las mujeres se convirtieran en esclavas al casarse, que perdieran todos sus derechos en beneficio de sus maridos. La situación para las mujeres era mejor en Francia, donde nos exiliamos al comprobar que la represión no amainaba. Allí pasamos 57 años y educamos a nuestros dos hijos.
En 2003 regresé a Gijón y me encontré con que España ya no era tan diferente con respecto a Francia. Los hombres al fin comprendían, más o menos, que las mujeres son iguales que ellos. Además, la juventud, después de tanto tiempo, era mucho más libre. Como mi nieta, muchos jóvenes vivían con sus parejas sin estar casados. ¡Eso hubiese sido algo inconcebible en mis tiempos!
Sin embargo, siento que todavía queda mucho trabajo por hacer y que nos toca seguir luchando por nuestras libertades. He visto cómo en los últimos años la situación ha ido empeorando. El trabajo de las mujeres es cada vez más precario. Tienen que trabajar una barbaridad por muy poco dinero, y así es muy difícil mantener la alegría. De repente, volvió el debate sobre la prohibición del aborto. Y aún hay hombres que se sienten dueños de la vida de las mujeres, y que las golpean y las matan. Esas personas no son hombres, son criminales.
Mientras siga habiendo injusticias, yo no me cansaré de luchar contra ellas. Hace dos años me monté en un autocar y participé en una manifestación en Madrid por la defensa de los derechos de los homosexuales. Allí me pasé todo el día, sin nada en el estómago, defendiendo la libertad, como cuando quise defender la República. También he escrito un libro para que mi historia no se pierda en el olvido. Y de vez en cuando cuento mi historia en público, como cuando esta semana recibí un premio del Club de las 25. En mi vida he sufrido mucho. Y creo que cuando se sufre se acaba conociendo mejor a las personas.
Pero también he sido muy feliz. Recuerdo especialmente cuando mi nieta me dijo: "Te admiro como abuela, pero también como mujer". Ese ha sido uno de los días más gratificantes en mis 97 años de existencia.
Ahora he encontrado una nueva herramienta para compartir mis pensamientos: Facebook. Nunca me he cansado de aprender, así que hace dos años, a mis 95, le pedí a una amiga que me acompañara a comprarme un ordenador. Luego, un vecino me enseñó a usarlo, y ahora comparto mis reflexiones políticas directamente con mis 900 amigos de Facebook. Mis últimos comentarios, por desgracia, se ocupan de lo que ocurre en el Partido Socialista, al que pertenecí desde jovencita. Pero bueno, más allá de eso, no cesaré en mi empeño de protestar contra las injusticias. Y quien quiera ser parte de ello, está invitado a seguirme en Facebook.
Texto redactado por Álvaro Llorca a partir de entrevistas con Ángeles Flórez.
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