Llego a un aeropuerto al límite de mis fuerzas, exhausta tras una semana de trabajo a tope y sueño mínimo, busco en las pantallas mi vuelo a Madrid y no lo encuentro. Reviso todas las opciones y sigo sin encontrarlo. Miro el billete y hasta pregunto en información. Es entonces cuando una señora inglesa me indica muy amablemente que estoy en el aeropuerto erróneo. He ido a Gatwick, y mi vuelo sale de Heathrow.
Esta no es más que otra de esas aventuras por las que mis amigos bromean con la posibilidad de venderle una serie sobre mi vida a Netflix. Como mi primer día en Londres, en que salí de casa –sin llaves– camino de una entrevista, tropecé y me caí. Me rompí el pantalón en dos sitios y perdí la tarjeta de crédito y el bono de transporte (y llegué con el pantalón roto dos horas tarde). O aquella vez que fui de Rotterdam a Valencia en 22 horas de trenes sin nada (ni siquiera móvil) porque perdí la mochila justo antes de subirme al vagón. Por no hablar de las 12 pantallas que tuvo mi iPhone 4, mi capacidad para llegar siempre tarde, olvidarme los cumpleaños o comprometerme a más cosas de las que soy humantemente capaz de hacer.
En resumen, que hasta hace bien poco yo asumía que soy lo que se dice un desastre, alguien torpe, una inepta para la vida cotidiana. Como si todo el mundo hubiera dado primero de vida y a mí me hubieran metido directamente en avanzado. Paradójicamente las cosas mas simples me cuestan el triple y las aparentemente difíciles me cuestan la mitad. Soy arquitecta, he trabajado en algunos de los mejores estudios del mundo, hago un doctorado, doy clase e investigo en la universidad, pero no me pidas que entienda la web de Hacienda o que gestione una cuenta de banco. La regulación de mi concentración está rota: o me hiperconcentro (en lo que me gusta) o no puedo ni pasar un minuto prestando atención a la misma cosa.
Suena muy divertido, porque, claro, cuando me conoces parezco una bomba, ¡tan divertida! ¡Un adorable desastre! Pero cuando vives con ello día tras día, año tras año... ya no lo es tanto. No me aguanto a mí misma y los problemas dejan de ser cómicos. He causado un malentendido tras otro con gente que me importa de verdad. He llegado a perder oportunidades (por no hablar de parejas, JAJA). También he gestionado mal mi tiempo y mi dinero. Ha habido momentos en los que mi inconsciencia ha puesto mi vida en riesgo real y, sobre todo, he tenido una ansiedad high level que ha terminado afectando mi salud. Y, al verme incapaz de cambiar, pese a mis constantes esfuerzos por hacerlo y por convertirme en una superwoman, me ha invadido una frustración y un menosprecio brutales hacia mí misma.
El diagnóstico
Hace algunos meses, en el culmen de unas de mis crisis (cuando me equivoqué de aeropuerto tras semanas olvidándome las llaves, las tarjetas y hasta el pin de la VISA), las cosas dieron un giro. Siguiendo las sugerencias de una psicóloga amiga mía, y también un poco por casualidad, encontré testimonios de personas que sufrían lo mismo que yo. Entonces, descubrí que lo que me pasaba tenía nombre.
Una semana más tarde ya me habían diagnosticado mi TDAH o Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad. Mi psiquiatra no había tenido en su vida profesional un caso tan claro como el mío. Vamos, que si buscas este trastorno en cualquier manual, aparece mi foto corriendo por los pasillos. Es cierto que ya me habían dicho que parecía hiperactiva. Pero, ¿por suerte? para mí, nadie había reparado mucho en ello porque profesionalmente compensaba mi TDAH con una alta capacidad. Sin embargo, en la vida personal, ah, era otra historia.
Con el diagnóstico en la mano, eché la vista atrás y, de repente, encajaron muchas piezas: que hablase por los codos (saltando de un tema a otro sin parar); que les dijeran a mis padres que, en lugar de una hija, parecía que tenían dos (o cinco); que me obligaran a descansar cuando veían que estaba a punto de entrar en shock mental después de un esfuerzo ininterrumpido. Hasta entonces, nunca había atado cabos. Pero gracias al diagnóstico supe que todo venía de una misma raíz.
Tener TDAH no significa solo que no pueda estarme quieta (aprendes a disimularlo, con más o menos éxito), sino también que tenga la sensación perenne de que algo dentro de mí está encendido, de que me esté cayendo por una montaña rusa sin final. Incluso cuando te propones firmemente parar, ya no puedes. Ponerle nombre ha sido el final de mi búsqueda por entender qué me pasaba y por qué vivir se me hacía tan difícil, y el principio de mi batalla por solucionarlo. Aunque, hablando con propiedad, no es algo que tenga solución: yo seré así siempre.
Podríamos decir que mi cerebro tiene algunos problemas estructurales -nunca mejor dicho si tenemos en cuenta que soy arquitecta– y que, en síntesis, mis funciones ejecutivas están averiadas. Esto me provoca (citando a Wikipedia): inatención, hiperactividad y comportamiento impulsivo. El TDAH afecta aproximadamente a un 5% de los niños; y más del 50% de ellos seguirá teniéndolo de adulto. Sin embargo, no es habitual hablar de ello. Parece que es preferible decir que eres un desastre a decir que no te funciona bien el cerebro. Pero como el dragón pierde la fuerza cuando se le nombra, yo he optado por lo contrario, y creo que explicarlo servirá para que otra gente no tarde tanto en entenderse como yo. Y no soy la única que ha apostado por contarlo. Hay personas mucho más extraordinarias que ya lo han hecho, como la gimnasta estadounidense Simone Biles, el nadador Michael Phelps, el cocinero Jamie Oliver o el psiquiatra Rojas Marcos.
El TDAH –que es en su mayoría genético- presenta síntomas muy distintos en hombres y mujeres. Y en nosotras es mucho más difícil de diagnosticar porque se manifiesta de una forma más interna y menos perceptible (de hecho, hace muy poco en el contexto del Mes Europeo de Concienciación sobre el TDAH se ha emitido un manifiesto sobre los problemas específicos en mujeres y niñas). Y es que, aunque por lo general no sea un trastorno grave, te pone las cosas más difíciles y hay que mantenerlo vigilado, ya que tiene un alto grado de comorbilidad psiquiátrica (que es fácil que se asocie con otras cosas) y puede acabar desencadenando problemas más importantes. Además de ansiedad (lo que yo siempre he tenido), depresión o TOC, los TDAH somos mucho más propensos a tener accidentes de tráfico, fracasar en nuestras relaciones sentimentales o convertirnos en adictos y dependientes (hasta dos y tres veces más; yo he tenido dependencia emocional nivel experto en algunos momentos de mi vida). Pero, sobre todo, el TDAH nos complica ser, sencillamente, felices. Y aún sigo encontrándome gente que me dice: "Yo también soy bastante despistado". Cuando la diferencia es que ese desasosiego es mi estado permanente, no una cosa momentánea.
Pero también hay buenas noticias: el TDAH se puede tratar de muchas maneras (muchísimas más de las que conoceré yo, seguro) y hay mucho margen mejora (os lo prometo yo que lo vivo en primera persona). En mi caso, la medicación (que, curiosamente, solo es efectiva si tu cerebro es así, ya que en una persona normal tiene el efecto contrario) me ha proporcionado paz interior y la posibilidad, por fin, a mis 28 años, de controlar mis impulsos sin que me cueste un horror (y no ser una supernova en explosión continua). Ahora también he logrado escuchar todas las palabras -y no solo una de cada diez- cuando la gente me habla (no sabéis qué alivio siente ahora mi madre).
La terapia –en la que me estoy iniciando- te enseña a gestionarte, administrarte, entenderte y también a mejorar las cosas que tanto me frustraban, sobre todo al haber descubierto que no eran mi culpa. También estoy aprendiendo a ver algunas cosas buenas en este peculiar funcionamiento de mi córtex cerebral: tengo energía infinita, una capacidad insospechada para emocionarme con casi todo (especialmente con mi profesión), es imposible aburrirse conmigo (si no te agoto antes) y soy una fuente infinita de sueños y, sobre todo, de ideas.
Siempre procuro tomármelo con humor, pero no nos engañemos: lo que me ocurre sigue siendo un palazo que me golpea muchas veces. En estas circunstancias, no hay nada tan importante como el amor que me rodea. Tengo una suerte increíble por haber contado con una familia y con unos amigos que me han ayudado (y aguantado) siempre hasta el infinito. En mi caso necesito controles externos, tanto materiales (rutinas, horarios...) como personales (buenos amigos, profesores, compañeros...). Son estructuras firmes en las que apoyarnos para mantener a raya el desorden y el barullo en nuestro interior. Gracias a eso me muevo por el mundo y así no acabo siempre en el aeropuerto equivocado...
Tampoco me olvido de la gente que no ha contado con los mismos apoyos que yo. El pronóstico de una persona con TDAH, al final, no solo depende de un diagnóstico precoz, sino también de la personalidad, las mochilas que carga cada cual, el entorno en el que crecemos, las oportunidades a nuestro alcance y la suerte que hayamos tenido en la vida.
Tener apoyos firmes ha permitido que mi TDAH no lo ocupe todo en mi vida, ni sea lo más importante, tampoco lo que más me preocupa. Es solo una parte –pequeña, pero intensa- de mí. Sin embargo, detectarlo ha sido vital para ponerlo en su lugar y delimitar su efecto. Por ahora, la satisfacción que siento por haber dejado de preguntarme qué está mal en mí y por haber dejado de sentir incomprensión no tiene precio. Al fin tengo la sensación de haber encontrado un camino para sentirme bien conmigo misma.
Pero, para seros sincera, lo que aún no he encontrado es alguna manera de evitar romperme más pantalones al tropezarme por tener la cabeza en las nubes ni algún recordatorio universal que me sirva para no olvidarme las cosas. Creo que es por eso que he dejado de intentar ser superwoman; la verdad, no sé dónde he dejado la capa.
* También puedes seguirnos en Instagram y Flipboard. ¡No te pierdas lo mejor de Verne!