Empecé a trabajar como percebeiro hace 13 años. Cuando se acabó mi trabajo como soldador y tornero en una empresa de A Coruña, mi familia me decía que probara otra cosa, que aprovechase mis estudios para buscarme algo menos arriesgado. Me lo decían porque sabían que si empezaba a trabajar como percebeiro, ya no lo dejaría. Y acertaron. "Ir al percebe", como lo llamamos, ha terminado convirtiéndose en un vicio para mí.
Recogí mi primer percebe, casi como un juego, a mis 10 años. Y no es extraño, porque tanto mi padre como mi madre trabajaban como percebeiros. De hecho, mi padre murió recogiendo percebes en 1989. Yo era un chaval, solo tenía ocho años, pero aún recuerdo el momento en que sus compañeros trajeron el cuerpo de mi padre. En aquella época, se velaba a los muertos en casa. Si me paro a pensarlo, se me llenan los ojos de lágrimas: aún nos quedaban muchísimas cosas por disfrutar.
Pese a ello, no puedo mirar al mar como si fuese mi enemigo. En realidad, no es más que un recurso natural. Tan hermoso, que empiezo a echarlo de menos si paso tres días lejos de él. Pero no es más que eso: un recurso que nos permite salir adelante. Si un familiar tuyo muriese en un accidente de tráfico, ¿dejarías de coger el coche para ir a trabajar? Lo de mi padre fue muy doloroso, pero nos sobrepusimos con mucho esfuerzo. De hecho, de mis tres hermanos, dos son percebeiros como yo.
En mi familia somos conscientes del riesgo que corremos. Cuando llega la hora de volver a casa, después de una jornada de trabajo, siempre recibo las llamadas de mi mujer y de mi madre. "¿Por dónde vas?", me preguntan. En realidad, quieren asegurarse de que ninguna ola me haya jugado una mala pasada. Porque, por mucho tiempo que lleves en esto, las olas son imprevisibles. El mar, aunque lo parezca, nunca es el mismo. Puede que los partes meteorológicos y la apariencia del mar se asemejen a los del día anterior, pero jamás hay que confiarse. Antes de subirse a una roca, conviene tomarse un tiempo para observarla.
Una vez que me decidí a ser percebeiro, mi madre, con tantos años de trabajo a sus espaldas, me dio algunas recomendaciones: que nunca le diera la espalda al mar, que el dinero no lo es todo, que tuviera mucha cabeciña y que siempre fuera acompañado. Es mi hermano quien suele acompañarme. Nos subimos juntos a las rocas y hemos alcanzado mucha complicidad. A veces, cuando las olas llegan, ni siquiera puedes escuchar a la persona que tienes al lado. Pero nosotros nos entendemos con solo tirar de la cuerda a la que nos amarramos. Esta unión entre hermanos me resulta especialmente bonita.
Creo que, en mi sector, esperamos las Navidades con más ilusión que los niños. Porque es cuando mejor se cotiza nuestro trabajo. Recogemos percebes durante todo el año, a excepción de los meses de mayo y junio, pero nunca se pagan tan bien como ahora. De hecho, si comes percebes estas Navidades, te daré un consejo: busca los más gruesos y los que tengan el culo rojo. Adelántate a tu cuñado, porque esos son los mejores. Aunque suene paradójico, en mi casa nunca comemos percebes en Navidades, ya que nos sale más a cuenta venderlos. Tenemos el resto del año para disfrutarlos. Y no olvidemos que los precios se desploman a partir del 2 de enero, y que así siguen hasta la Semana Santa.
El dinero es siempre un quebradero de cabeza para los percebeiros. De ahí uno de los consejos de mi madre: "que el dinero no lo es todo". Durante los meses en que más se cotiza el percebe, es normal que asumamos grandes riesgos para hacernos con las mejores piezas. Porque tenemos que acumular reservas económicas para los meses peores, aquellos en los que, por la cotización de los percebes, apenas compensa subirse a una roca. El mensaje de mi madre, pues, debe leerse como "nunca corras riesgos innecesarios por llegar al mejor percebe".
Efectivamente, trabajar como percebeiro tiene sus inconvenientes. Primero, porque tienes que estar pendiente de las cotizaciones como si fueras un broker de Wall Street. Segundo, porque tu trabajo no está solo en tus manos, sino que depende de algo tan imprevisible como la meteorología y las marejadas. Sin embargo, hay una ventaja que lo compensa todo: dispongo de más tiempo libre del que tenía como soldador y tornero. Es un trabajo inestable y arriesgado, sí, pero paso mucho tiempo con mi hijo, que ahora tiene dos años y medio. Y mi tiempo vale más que cualquier otra cosa.
También es cierto que ahora tengo 36 años, una edad bastante buena para el oficio, ya que he acumulado bastante experiencia y aún me encuentro ágil. Pero hay percebeiros que, con más de sesenta años, aún se suben a las rocas. Pasar cuarenta años a remojo no puede ser bueno para las articulaciones. Os lo digo yo: esta agua se te mete en los huesos. Sin duda, deberíamos facilitar la jubilación temprana a los percebeiros.
Y eso que las condiciones han mejorado mucho últimamente. Recuerdo a la gente faenando en chándal. Y con unos tenis, a los que llamábamos coreanos, en los pies. Y con unas chaquetas de goma con las que te calabas hasta los higadillos. A los cinco minutos ya deseabas volver a casa porque te morías de frío. Ahora los percebeiros llevamos unos neoprenos de cinco milímetros, escarpines, botas de seguridad y rodilleras. Lo de las rodilleras no es un detalle menor: no os imagináis el alivio de no clavarse las lapas, las minchas y las puntas de las piedras al agacharse. Otra diferencia importante es que antes las embarcaciones eran de madera y los motores tenían poco caballaje. Con las embarcaciones y los motores de ahora, si se acerca un vendaval, en cinco minutos ya te has plantado en un lugar seguro.
Además de las cotizaciones vacilantes y de las marejadas salvajes y de las olas asesinas y de las rocas puntiagudas y de la edad tardía de jubilación, también hemos vivido el problema del furtivismo. Hace unos años se habló mucho de él. Pero, por suerte, su amenaza se ha controlado, al menos en nuestra zona. El endurecimiento de las penas y la presencia continua de vigilantes ha provocado que la pesca furtiva ya no salga tan rentable.
Y podría seguir hablando durante horas sobre las incontables peculiaridades de nuestro oficio. Por ejemplo que, a diferencia de otros trabajos marinos, no nos conviene que el mar sea un plato. De ser así, debido al fácil acceso a cualquier roca, habría gran abundancia de percebes y todos serían de una calidad extraordinaria, lo que arrojaría los precios por los suelos. En nuestra zona, en las islas Sisargas, en Malpica, esta campaña navideña está siendo modélica: el mar no está demasiado fino, pero nos permite llegar a rocas muy buenas. Y eso se nota en los precios que estamos alcanzando.
Y otra peculiaridad más: a diferencia de otros trabajos, nuestra productividad está perfectamente regulada. Solo se nos permite faenar tres horas al día: desde dos horas antes de la bajamar hasta una después. Eso sí, esto no significa que solo trabajemos tres horas al día, ya que debemos desplazarnos hasta las rocas, clasificar las capturas y acudir a las subastas. La cantidad de percebes que podemos recoger cada día también está controlada: en invierno nuestro límite se sitúa en seis kilos (hay otras cofradías que solo puede recoger cinco, en función de lo que decidan los biólogos). Resumiendo, en mi trabajo no hay jefes que te camelen para que hagas horas extra, las cuales probablemente nunca cobrarás.
Este control, por un lado, permite que la oferta no se dispare en esta época del año, lo acabaría generando una caída en los precios. Por otro, consigue que las rocas no se queden peladas de percebes. Antes mencionaba que nuestro afán por ganarnos el pan puede llevarnos a asumir demasiados riesgos. Otras veces, genera demasiada competencia entre percebeiros: he visto a la gente discutir acaloradamente, en mitad del oleaje, por ver quién se había subido antes a una roca. Sea como sea, la camaradería es mucho más frecuente y los trabajadores son gente generosa. El mar ha arrebatado a algún ser querido en casi todas las familias, y eso nos lleva a ser más protectores. Además, en las islas Sisargas hemos formado una cooperativa donde nos apoyamos todos y que nos permite cuidar muy bien las rocas.
Habrá quien, por estas fechas, paseando por los mercados, solo se fije en el elevado precio de los percebes. Porque, es imposible negarlo, se trata de un precio muy elevado. Pero es fácil comprenderlo para quien nos vea en plena acción. Hace poco un equipo de televisión nos grabó faenando. Les quedó un gran reportaje, pero tuvieron que rodarlo a mucha distancia: por su seguridad, apenas pudieron aproximarse a nuestra zona. Es un oficio arriesgado, que, además, depende de muchas variables que se escapan a nuestro control. Pero me siento muy afortunado por ser percebeiro. Desde luego, mi familia tenía razón: ya no me imagino haciendo otra cosa.
Texto redactado por Álvaro Llorca a partir de entrevistas con Pablo Martelo.
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