-¿Y qué tal el fin de año?
-Pues lo pasé en el avión…
-¡Ah! Siempre me he preguntado cómo será eso… ¿Y cómo es?
Esta crónica tenía que haberse escrito hace tres días, pero entonces no di la menor importancia a lo que en ella se cuenta. Y, aunque sigue sin tenerla, hay tanta gente a la que le ha parecido interesante cuando me la ha escuchado, que voy a contarla para que se difunda y de paso para no tener que repetirla más veces. ¿Y cómo es eso de pasar el fin de año en un avión? ¿Cómo? ¿Que no lo has visto en Verne?
Antes de nada, una advertencia. Lo que voy a contar es cómo despedimos el año en el vuelo de Air Europa UX176, que despegó del aeropuerto Jorge Chávez de Lima (Perú) a las 12.00 (hora local) del 31 de diciembre de 2017 y aterrizó en el aeropuerto Adolfo Suárez Madrid Barajas a las 5.00 del 1 de enero de 2018 (hora local y con 20 minutos de adelanto sobre lo previsto). Pero no sé si se hace lo mismo en todos los vuelos, ni siquiera si se hace algo. Así que esto es una experiencia puntual, no un sesudo estudio sobre el protocolo de despedida de año de la aviación mundial, si es que existe.
[Pequeña aportación a la culturilla general de nuestra audiencia: Jorge Chávez fue pionero y héroe de la aviación peruana. Murió a los 23 años en 1910 en un accidente cuando completaba una de sus grandes hazañas: ser el primer aviador en cruzar los Alpes. Adolfo Suárez, ampliamente conocido por nuestros lectores españoles, pero quizá no tanto por los más jóvenes que nos lean desde fuera, fue el primer presidente del Gobierno de la democracia y artífice de la Transición en España tras la muerte del dictador Francisco Franco.]
Seguimos. A estas alturas quizá algún lector se esté preguntando. ¿Y por qué viajar un 31 de diciembre? En mi caso, porque tenía que trabajar el 1 de enero. Pero además, había tres circunstancias que me animaron a hacerlo en ese día y no el 30, o a cambiar la jornada con algún compañero. La primera, me di cuenta después, era un mito: pensé que el billete sería más barato. Pero no, valía prácticamente lo mismo que el día anterior o que el día siguiente. La segunda es que no tengo especial apego a la fiesta de fin de año. Y la tercera, que compartirán los lectores que hayan leído las 400 palabras que ya va teniendo este artículo, tenía bastante curiosidad por ver qué demonios se hacía para celebrarlo (o no) en un avión a 10.000 metros de altura en medio del Atlántico.
Lo del vuelo de larga distancia es un detalle importante. Si a uno le pilla el fin de año en un viaje en el que no cambia de huso horario está claro cuándo se pasa exactamente de un año a otro: a las 12 de la noche. Pero ¿cuándo se cambia de año si uno sobrevuela el Atlántico y no sabe ni en qué huso horario está? Ahí es muy importante el rumbo que llevemos. Si viajamos de este a oeste, si hemos salido el 31 de diciembre digamos de París y hemos aterrizado el 1 de enero digamos en Nueva York al menos en un momento del viaje habrán sido las 00.00 horas (pero pueden ser varios momentos, tantos como los seis husos horarios atravesados). Pero si viajamos (como yo hice) de oeste a este es posible que en ningún instante del viaje hayan sido exactamente las 00.00 horas ¿Y cómo puede ser eso? Pues por ejemplo si a las 23.50 (hora local) entramos en otro huso horario pasaremos directamente a las 00.50… y habremos vivido un abrupto cambio de año sin medianoche en el que encima habremos perdido una hora.
[Otra pequeña apostilla cultureta: esto del lío horario cuando uno viaja hacia uno u otro lado de la Tierra ya lo conocía Julio Verne, que hizo ganar a Phileas Fogg (Willy Fogg para los de mi generación) una apuesta dando la vuelta al mundo en 80 días, que a él le parecieron 81.]
Entonces, si queremos celebrar el fin de año allá arriba en un vuelo trasatlántico lo primero que tenemos que decidir es a qué horario nos vamos a atener. Los pilotos siguen el horario GMT, pero informan a los viajeros de la hora de salida y de llegada locales, y de las horas que quedan de trayecto. En nuestro caso, el comandante del vuelo nos lo aclaró poco después de despegar: íbamos a despedir el año (porque sí habría una pequeña celebración) con el horario español. Lo cual no suponía en absoluto un agravio para los pasajeros peruanos, porque a la hora a la que teníamos previsto aterrizar en Madrid en Lima aún seguirían en 2017.
Española era la compañía, español era el avión y, por el acento, española era la tripulación. Pero la mayoría del pasaje probablemente no lo era, así que el comandante explicó, muy bien por cierto, cómo iba a ser esa celebración a la española.
A las doce menos diez, hora de Madrid, pondría por megafonía la señal de Radio Exterior de España, para seguir las campanadas “como es tradicional” desde la Puerta del Sol. Nos repartirían a cada uno, con un vasito de cava, las doce uvas de la suerte, para que tomáramos una con cada campanada (hay que entender que esta tradición, aunque se ha extendido ya por Latinoamérica, era extraña para buena parte del pasaje y había que explicarla bien). Y, muy importante, como no se deben confundir los cuartos con las campanadas, nos puso una pequeña grabación previa (que incluso algunos españoles agradecimos), para enseñarnos a distinguir los unos de las otras.
El comandante citó además otra costumbre, que yo no había oído nunca, la superstición de recibir el año con un pie levantado del suelo. Preguntados varios amigos al respecto, ninguno la conocía salvo una compañera de Verne originaria de Guadalajara. Deduzco por tanto que se trata de una tradición alcarreña.
Llegada la hora, sobrevolando algún lugar indeterminado del Atlántico donde probablemente serían las nueve de la noche, conectamos con la radio, escuchamos los cuartos en tensión, nos comimos las uvas con las campanadas y brindamos con cava con nuestros compañeros de asiento. Se escucharon algunos aplausos, un par de pasajeros se pusieron gorritos festivos y al cabo de diez minutos habíamos vuelto a la rutina de un viaje trasatlántico: dormir, leer, ver películas o rezar para que el avión no se caiga. Algunos incluso se conectaron a internet, porque ahora muchos aviones desgraciadamente tienen wifi, un gran sacrilegio para quienes disfrutamos de esos largos vuelos como de un último oasis de la desconexión. Pero esa es otra historia y deberá ser contada en otro momento.
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