Aunque ahora parezca lejanísima, hubo una época en la que, durante un breve paseo, podías cruzarte con varios videoclubes. Más o menos, como ocurre ahora con los gimnasios de bajo coste y los locales de apuestas.
Yo viví desde primera línea el despegue de los videoclubes, hace ya unos 40 años. Imaginad la revolución que suponían: la posibilidad de ver las películas en casa cuando quisieras, sin depender de la programación de las dos únicas cadenas de televisión que existían.
A los amantes del cine nos invadió una excitación tremenda y enseguida pensamos en montar uno. Cuando las bases legales del negocio se asentaron (todo fue muy rápido y al principio era imposible saber si las películas que nos ofrecían eran legales o no) monté dos videoclubes y abandoné la venta de material electrodoméstico.
De la inauguración de mis primeros negocios, recuerdo especialmente dos detalles. Primero, que entre las películas de mi primer catálogo se encontraba Alguien voló sobre el nido del cuco. Y, segundo, mi ilusión al colgar por primera vez los coloridos carteles de las películas en las paredes de los locales.
El negocio funcionó bastante bien, como demuestra que, unos pocos años más tarde, ya era propietario de cinco videoclubes en Madrid, con unos 15 empleados. A comienzos de los noventa había tanto ajetreo en las tiendas que tuve que contratar a algunos chavales del barrio para que, en mitad del bullicio, vigilaran que nadie me robara aquellas cintas VHS o Beta.
Aquellas cintas, vistas desde hoy, parecen restos arqueológicos. Los más jóvenes, probablemente, ni siquiera sepan a qué me refiero. Las personas que sí las conocieron se tomaban muy en serio la obligación de rebobinarlas antes de devolverlas. ¿Os acordáis? Pues siento decir que, al menos en mis videoclubes, nos daba exactamente igual que la gente las rebobinara o no: cada vez que un cliente las devolvía las pasábamos por máquinas rebobinadoras para comprobar si la cinta estaba "mordida", que era como llamábamos a las que se estropeaban.
Y aunque parezca un problema nuevo, en aquella época ya padecíamos la piratería. En las comunidades de vecinos más grandes, la gente organizaba visionados o montaba videoclubes clandestinos. Cada poco tiempo se publicaban en la revista del sector —ahora no recuerdo bien si se llamaba Interflims o Intervídeo— noticias sobre el desmantelamiento de estos lugares por parte de la Guardia Civil.
Tampoco es que los dueños de los videoclubes fuéramos millonarios, pero vivíamos relativamente bien. Pero eso duró, claro, hasta que se apagó nuestra estrella y una tormenta perfecta —en forma de muchos canales de televisión, una gran multinacional de videoclubes, pirateo informático y nuevas vías de consumo— mandó nuestro negocio al traste.
Al principio, no fue sencillo aceptar la nueva realidad. Durante una temporada, incluso dejé de ir a las cafeterías, porque me dolía muchísimo ver cómo la gente compraba películas piratas a los vendedores ambulantes. Pero ya he superado el dolor que me causaban aquellas escenas.
Y así es como hemos llegado a esta situación: a mis 74 años me encuentro atrincherado entre montañas y montañas de dvds —debo tener alrededor de 40.000—, alquilando y vendiendo unas pocas películas en un antiguo local vallecano, a sabiendas de que mi negocio no tiene futuro.
Hace poco me dijeron que ya solo quedábamos seis videoclubes en Madrid. Pero no descartaría que fuésemos menos: cada cierto tiempo aparece un compañero que ha arrojado definitivamente la toalla y quiere venderme sus películas.
El negocio del alquiler apenas se sostiene —alquilo las películas por 1,5 euros entre semana y por 2 euros los fines de semana— por lo que me mantengo gracias a la venta de películas de segunda mano —con precios que suelen oscilar entre 1 y 3,90 euros—. Como mis beneficios son ínfimos, abro los 365 días del año, Navidad y Año Nuevo incluidos. Si me marchase de vacaciones, probablemente tendría que acabar cerrando mi establecimiento.
Muchos pensarán que ya debería estar jubilado. Pero hay dos cosas que me animan a levantar la verja por las mañanas. Primero, mis clientes habituales. Son personas con las que me paso horas y horas hablando sobre cine. Por lo general, somos gente a quienes el salto a Internet nos llegó tarde. Yo, por ejemplo, ni siquiera tengo correo electrónico. Por supuesto, soy consciente de la revolución que ha supuesto Internet, pero a mí ya no me ha hecho falta.
Y la segunda razón por la que abro cada mañana es mi amor al cine. Aún hoy, cada vez que recibo un nuevo lanzamiento para alquilarlo, me invade una emoción parecida a la que sentía de niño cuando, los jueves y domingos, iba con mi madre al cine. Uno de mis primeros recuerdos vitales está asociado al cine: me acuerdo de salir llorando del cine Chueca, siendo casi un renacuajo, tras haber visto Bambi. Y también puedo afirmar que he conocido mi ciudad gracias al cine. La primera vez que estuve en la calle Toledo, por ejemplo, fue porque en un cine proyectaban Duelo al sol. Pero a las salas de cine tradicionales le ocurrió algo parecido que a los videoclubes: ya pasó su época.
Pero no me considero un nostálgico de la época dorada de los videoclubes. Si lo fuera, me pasaría todo el día lamentándome. Me consuela pensar que, aunque cambien los formatos y ya no sea mi negocio, el cine seguirá vivo. Porque la salud del cine, a mi juicio, depende de los guiones.
Y, en cuestión de guiones, en España podemos sacar pecho. Estamos teniendo unas cosechas cinematográficas increíbles. En los últimos años se han estrenado grandes películas, como Que Dios nos perdone, Contratiempo, Lejos del mar, Tarde para la ira, Magical girl, Abracadabra... Y muchísimas más. Los tiempos cambian; el buen cine, no tanto.
Y yo seguiré aquí, en mi modesto local, hasta que las fuerzas me aguanten. Soy consciente de que el tiempo no solo pasa para las cintas VHS; también para las personas. Pero no tengo la sensación de estar llevando a cabo una tarea quijotesca. Sencillamente, soy una persona que sigue adorando su trabajo.
Texto redactado por Álvaro Llorca a partir de entrevistas con Fernando Navarro.
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