Una operación me marcó la cara y ahora lucho contra la discriminación facial

Nunca había atraído miradas hasta que me dieron 350 puntos

  • Comentar
  • Imprimir

La primera vez que miré a la muerte de frente solo tenía 12 años. En una excursión del colegio, con uno de mis profesores al volante, nuestro coche cayó por un terraplén. Un compañero quedó inconsciente a mi lado, y en esos instantes pensé que no viviría para contarlo. Afortunadamente, logró recuperarse, aunque solo después de someterse a varias operaciones que dejaron su rostro marcado. El recuerdo de aquel accidente me ha acompañado siempre y puedo decir, literalmente, que en aquel coche también viajaba mi salvación.

Mi tercer encuentro con la muerte -reservaré el segundo hasta el final de este artículo- ocurrió en 2014, a mis 42 años. Una molestia intermitente en la base de mi lengua me llevó al médico. La exploración, con el clásico palito de madera, no duró ni un minuto. Mi cáncer de lengua, además de ser uno de los cánceres visualmente más claros, se encontraba bastante avanzado, por lo que el médico me dijo inmediatamente que debía operarme, y rápido.

Lógicamente, no me lo esperaba, porque estas cosas nunca las esperas. Lo primero en venirme a la cabeza fueron mi mujer y mis dos hijas. ¿Iban a quedarse viuda y huérfanas? El primer día lloré ríos, el segundo también dejé marchar algunas lágrimas, pero al tercero empecé a cambiar mi perspectiva: mi mujer y mis hijas debían convertirse, precisamente, en el motor de mi recuperación. La reacción de los mayores influye mucho en la reacción de sus pequeños, de modo que se lo planteamos casi como un juego: "Ayudadme a buscar una pizarra, porque a partir de ahora papá pasará un tiempo en silencio".

A la salida del médico, y después de haber hablado con mi familia, me vino a la cabeza mi buen amigo Alberto. Él era uno de los chicos del coche accidentado -por eso digo que mi salvación viajaba ahí dentro- y ahora es un reputado cirujano maxilofacial. Le había reconstruido la cara al torero Juan José Padilla después de una gravísima cornada, por ejemplo. Se enfrentaba a un dilema complicado:

-¿Estás seguro? ¿Operar a un amigo no supondrá demasiada presión?

-Que va, no tengo ningún problema en hacerlo.

Aún hoy, casi cuatro años después de mi operación, no dejo de pensar en lo agradecido que estoy a mi amigo Alberto. No era una operación fácil. Para retirarme el tumor tenían que abrirme el labio, bajar por la mandíbula, girar en el cuello y alcanzar la parte trasera de la oreja. Me levantaron la piel como el capó de un coche. En total, doce horas de operación, cuatro días en la UCI y más de 350 puntos.

Y, aunque mi primera frase tras recuperar la conciencia no fuera digna de una antología poética -"Esto es un coñazo"-, el solo hecho de haberla pronunciado nos da la medida del éxito de la operación: acababan de reconstruirme la base de la lengua con la piel, con una arteria y con una vena de mi antebrazo, y pude hablar desde el primer instante.

También fue importante el momento de enfrentarme a un espejo. Algunas de las grapas que recorrían mi rostro eran metálicas, lo que me trajo a la mente a Robocop. Mi barba de varios días, por su parte, tampoco mejoraba un aspecto que, ya antes de la operación, estaba lejos de la belleza helénica. Pero, en esas circunstancias, las marcas faciales me parecieron un daño colateral mínimo en comparación con lo que significa seguir vivo.

Por fortuna, los análisis dieron excelentes resultados. Y, aunque tuve que someterme a 26 durísimas sesiones de radioterapia preventiva, el tumor había sido extirpado con éxito [otra vez, gracias, estimado Alberto].

Después de un mes en planta, abandoné el hospital y regresé a mi casa. Recuerdo la primera vez que salí a la calle tras la operación: tenía la sensación de estar redescubriendo muchos detalles, tanto de la ciudad como de las personas... Y también tuve la sensación de que atraía muchas más miradas que antes. Pese a que, en mi caso, la cirugía fue un éxito y apenas se me nota de lejos, notaba el peso de las miradas. Sin embargo, en ningún momento llegaron a incomodarme. Una cicatriz no deja de ser un recuerdo y, aunque muchas veces esté relacionado con algo negativo, en mi caso significa que he vuelto a vivir, por lo que mis cicatrices son vida. Si la gente me mira, verá vida. Estaba tan contento que a los cinco días de mi alta visité fugazmente la Feria de Abril en Sevilla, mi ciudad, que estaba a reventar.

Durante los largos meses de baja médica que siguieron a mi operación, acudía todos los días a recoger a mis hijas al colegio, que entonces tenían 9 y 12 años. Sus amigos me contemplaban con una mezcla de asombro y respeto. Como soy partidario de no poner trabas a la curiosidad infantil, les dije que me preguntaran lo que quisieran. "¿Qué te ha pasado en la cara?", me interrogaron enseguida. Después de adornar un poco la historia, hablando de bestias salvajes y valerosos guerreros, les acabé contando la verdad. Los niños son sorprendentemente receptivos, porque carecen de los prejuicios de los adultos, y se lo tomaron con absoluta naturalidad.

Mucha gente, y ahora no solo hablo de niños, no saben cómo reaccionar cuando se encuentran con una persona con secuelas visibles de una operación -o de un accidente de tráfico o de una enfermedad congénita-. Yo siempre recomiendo precisamente eso: naturalidad. Si quieres preguntar, adelante, pero con respeto. Si quieres obviarlo, adelante, pero también con respeto.

En mi vida laboral he tenido mucha suerte, porque no he sentido una discriminación directa. Pero hablaré del heroico caso de mi amiga Sandra. Ella trabajaba en la hostelería cuando un par de operaciones le dejaron la mandíbula visiblemente afectada. Ella, que disfrutaba mucho atendiendo al público -y, creedme, se le da verdaderamente bien-, anticipando problemas para seguir haciendo lo que tanto le gustaba en una empresa privada, decidió presentarse a una oposición para, desde el sector público, seguir atendiendo a la gente. Y lo logró.

Sandra también es la vocal de la Asociación Contra la Discriminación Facial (a la que también llamamos Fabricando sonrisas), que acabamos de fundar y de la que soy presidente. Por un lado, con esta asociación queremos que la sociedad sea consciente de la discriminación que sufrimos tan a menudo, sobre todo en este mundo donde el éxito se asocia constantemente a la apariencia física. Y, por otro, pretendemos que sus víctimas encuentren las herramientas necesarias para enfrentarla, desde ayuda psicológica hasta aquello que se conoce como "camuflaje facial", que sirve a quienes prefieren maquillarse para que sus marcas pasen desapercibidas.

El portavoz de nuestra asociación es David Ferrer, una gallego que nació con el síndrome Treacher Collins, una mutación genética que le provocaba una deformación en la mandíbula, además de la incapacidad de abrir la boca con normalidad. Hace poco le entrevistaron en La voz de Galicia, y sus palabras muestran algunos de nuestros problemas cotidianos: "En la adolescencia es cuando más sientes o más te afecta la discriminación, a veces la gente es cruel, notas sus risas... y piensas en irte para casa, esconderte, dejar de salir". Después de haber atravesado una depresión, un médico le mencionó la posibilidad de operarse, y entonces se le empezó a abrir el mundo. "Ahí fue la primera vez que le hablé a mi madre de cómo me sentía", decía en la entrevista. Cuatro operaciones más tarde, David se considera una persona mucho más feliz.

Desde mi operación, y después de conocer a más gente que ha pasado por lo mismo, he reflexionado mucho sobre nuestros estándares de belleza, que están tan omnipresentes y que operan con una fuerza tan grande que es muy complicado oponerles resistencia. Y aunque tengo claro que una persona sola no puede cambiar la sociedad entera, también estoy convencido de que cada individuo tiene la fuerza necesaria para modificar su entorno más próximo. Es por ello que me esfuerzo para que mis hijas comprendan que, aunque suene a tópico, la belleza está dentro de las personas. No es fácil llegar hasta ella, por supuesto, pero la búsqueda es infinitamente más satisfactoria y duradera. A veces fantaseo con la existencia de un concurso de belleza que premiase la belleza interior...

Pero, a sabiendas de que los hijos no siempre escuchan a sus padres -y a veces está bien que sea así-, tengo la serenidad de que ellas también pueden verlo con sus propios ojos. Desde que superé mi enfermedad, mis amigos me han cuidado una barbaridad. La relación de cada paciente con su enfermedad es única, pero, en mi caso, una de las mejores medicinas fue contárselo a quienes me rodeaban. Y me sentí como si al hacerlo repartiera entre mis amigos pequeñas porciones de la carga que me ha tocado soportar.

Y, ahora sí, os hablaré de mi segundo encuentro con la muerte. Mi mujer y yo vivimos una experiencia que determinó nuestra forma de relacionarnos con la adversidad. En 2004, se nos murió un hijo a los cuatro meses. Pasó dos meses en el hospital, y otros dos en nuestra casa. Los médicos ya nos habían advertido de que su pequeño corazón no aguantaría mucho por culpa de un problema genético. Por eso nos esforzamos para que, en tan poco tiempo, sintiera todo nuestro amor. Sin embargo, unos padres jamás estarán preparados para enterrar a un hijo. Esta experiencia nos entrenó para la adversidad.

En mi caso, me sirvió para relativizar las consecuencias de mi enfermedad y me empujó a querer ayudar a quienes peor lo pasan. Sé que muchas personas con problemas faciales temen salir a la calle y dejan de relacionarse con la sociedad. El duelo es privado, por supuesto, pero las maravillas de la vida aún pueden verse pese a las cicatrices, y me encantaría ayudar a que todo el mundo las vea.

* También puedes seguirnos en Instagram y Flipboard. ¡No te pierdas lo mejor de Verne!

  • Comentar
  • Imprimir

Lo más visto en Verne