El conocimiento de la delincuencia se ha sofisticado una barbaridad en las últimas décadas. Hay un campo de estudio incluso, conocido como journey to crime, que estudia los trayectos de los delincuentes para cometer sus fechorías. El investigador Andy Brumwell analizó los desplazamientos de casi 260.000 infractores, lo que nos ha permitido saber, por ejemplo, y salvando las grandes diferencias entre delitos, que la mayoría delinque a una distancia prudencial de sus casas: ni demasiado cerca, por si los reconocen, ni demasiado lejos, para que el gasto y el esfuerzo no sean elevados.
Llegar a conclusiones así ha requerido muchas investigaciones. Y, sin embargo, en solo unos años, la irrupción de internet ha posibilitado que los delincuentes encuentren a sus víctimas, casi sin gasto y sin esfuerzo, a miles de kilómetros de distancia, ampliando enormemente el mercado de víctimas potenciales. Además, un solo mensaje fraudulento puede expandirse hasta alcanzar a millones de personas. A simple vista, esto podría traducirse en un crecimiento desmedido de la criminalidad. ¿Qué es lo que nos dicen las estadísticas?
¿Hay mucha ciberdelincuencia?
Antes de meternos en faena, convendría aclarar qué entendemos por cibercrímenes. Fernando Miró, director de Crímina y autor de El cibercrimen -de donde proceden muchas ideas de este artículo-, habla de tres categorías.
- La primera corresponde a aquellos delitos que, como el hacking, los ataques DoS y las infecciones de malware, solo pueden darse en el ciberespacio.
- La segunda corresponde a las versiones digitales de delitos tradicionales, como el ciberfraude o el ciberacoso.
- Y la tercera corresponde a aquellas infracciones que desafían la prohibición de difundir contenidos, como la pornografía infantil, el ciberterrorismo, la piratería o los discursos de odio.
Ahora bien, habiendo acotado los conceptos, ¿la irrupción de los cibercrímenes ha alterado mucho los índices de la delincuencia?
Si acudimos a las estadísticas oficiales veremos que la cibercriminalidad, aunque no deja de crecer año tras año, todavía carece de gran impacto. Ahora bien, como ya aprendimos en el primer artículo de esta serie, las cifras oficiales hay que cogerlas con pinzas, ya que siempre dejan fuera bastantes delitos.
Para algunos especialistas, la "cifra negra" (los delitos que quedan al margen de los datos oficiales) es especialmente alta en los cibercrímenes por muchas razones. La más importante quizás sea lo difícil que es perseguirlos. En España, solo el 13,7% de los procedimientos abiertos por cibercriminalidad en 2012 acabaron en acusación, lo que contrasta con el 80,7% de los procedimientos por seguridad vial. Esto se debe, en parte, al carácter transnacional de estos delitos, que puede crear rompecabezas jurisdiccionales y severos obstáculos para identificar a sus responsables.
Si bien en los países occidentales se está produciendo una caída en los índices de criminalidad, los especialistas se preguntan si acaso la ciberdelincuencia no estará ocupando el espacio de la delincuencia física, aunque este cambio aún no sea perceptible en las cifras oficiales.
Estereotipos y ciberguerra
Si tradicionalmente se ha asociado -de forma injusta- la delincuencia con personas racializadas y de clase baja (en la mayoría de delitos contra la propiedad) y con psicópatas (en la mayoría de delitos contra las personas), ahora asociamos la cibercriminalidad con jóvenes encerrados en la oscuridad de sus habitaciones, con problemas para relacionarse socialmente, un alto cociente intelectual, grandes conocimientos de informática, algo de acné y en cuya cara se refleja una luz verde fluorescente (en serio, ¿quién navega por páginas de color verde fluorescente?). Esta imagen del ciberdelincuente, en los últimos años, ha perdido algo de fuerza en favor de los mercenarios digitales rusos o los norcoreanos ultrapatrióticos, pero ambas imágenes tienen algo en común: no dejan de ser estereotipos.
La realidad, como casi siempre en criminología, es bastante más prosaica. En la criminalidad tradicional, la que ocurre en el espacio físico, los homicidios siguen siendo los delitos más mediáticos y los que atraen más atención social, cuando en realidad, en España, según datos de 2016, solo suponen un 0,01% de la criminalidad total (un 0,05% si también contamos los intentos de homicidio). En la cibercriminalidad ocurre algo parecido: la mayoría de ciberdelitos no están dirigidos contra intereses gubernamentales supersecretos ni son partidas de ajedrez entre los delincuentes y los responsables de seguridad de las multinacionales, sino que la cotidianidad está hecha de delitos menos pintorescos.
Las estafas más típicas que se cometen a través de internet, según la Australasian Consumer Fraud Taskforce (organización para la prevención del fraude en la que participan 22 agencias australianas y neozelandesas), son los mensajes falsos anunciando que te ha tocado una supuesta lotería o los mensajes fraudulentos de empresas que solicitan tus datos bancarios. Para estos delitos no hacen falta precisamente unos conocimientos informáticos avanzados, una prueba de que para ser ciberdelincuente no es necesario, ni mucho menos, ser un coco.
Que unos estereotipos se hayan sustituido por otros tampoco significa que nuestros conocimientos sobre la delincuencia hayan experimentado un gran vuelco. De ahí que algunos especialistas se estén preguntando si, de verdad, la cibercriminalidad está trayendo cambios reales. El investigador Peter N. Grabosky lanzó la cuestión en un artículo de título sugerente: "Criminalidad virtual: ¿el vino de siempre en botellas nuevas?" (que es una variante de la expresión inglesa para nuestro "el mismo perro, distinto collar").
Desde 2001, año en que se publicó el artículo de Grabosky, las investigaciones han avanzado lo suficiente como para afirmar, como poco, que la ciberdelincuencia nos está obligando a revisar bastantes conceptos.
Adiós a las persecuciones
Pensemos en clave peliculera. Un malhechor se ha esfumado sin dejar rastro de la escena de un crimen. Pero un comisario taciturno -que, por culpa del crimen, no ha llegado a tiempo a la graduación de su hijo- detecta un detalle luminoso que había pasado inadvertido para los demás. Se abre una línea de investigación que, pieza a pieza, y después de haber recorrido los bajos fondos y de haberse citado con muchos informantes, conduce al comisario hasta el criminal. De forma paralela y milagrosa, el comisario ha puesto en orden una vida personal que se despeñaba barranco abajo.
Ahora traslademos esa película al mundo digital. Las alarmas se encienden cuando un señor denuncia que le han vaciado la cuenta bancaria. El comisario enciende su ordenador para iniciar las pesquisas y escucha la musiquita de inicio de Windows. Se pasa cuatro horas delante del ordenador, revisando algoritmos, y se levanta a por una barrita energética. En este mundo, los policías ya no comen donuts ni beben whisky solo. Vuelve a su cubículo y manda un email a varios policías extranjeros porque, después de otras cuatro horas persiguiendo huellas digitales, ha encontrado indicios suficientes para pensar que los delincuentes se encuentran a miles de kilómetros. El comisario apaga el ordenador y, antes de marcharse a casa, se rasca los ojos: es lo que tiene pasar ocho horas delante del ordenador.
Por supuesto, ambas escenas son dramatizaciones de dudosa originalidad. Pero son útiles para sacar el tema de cómo está cambiando la labor de los policías, y no solo en materia de investigación. La presencia física de policías en las calles había sido, hasta ahora, una piedra angular en la prevención del crimen. Sin embargo, debido a esa contracción del espacio y del tiempo que se produce en el ciberespacio, la presencia de los policías se ha diluido en el cibercrimen. Siguen ahí, claro, ciberpatrullando el ciberespacio, pero con una función más reactiva que preventiva.
Otro pilar tradicional en la prevención del crimen había sido la vigilancia natural de nuestros vecinos. Esto también lo hemos visto en otro artículo de esta serie y lo resume bastante bien la frase que nos dijo entonces Felipe Hernando, especialista en geoprevención: "Los mejores policías somos los ciudadanos". En el ciberespacio, en cambio, salvo en aquellas ocasiones en que usamos filtros parentales, gestionamos diversos perfiles o compartimos ordenadores -cosa poco común salvo en el caso de los internautas primerizos-, nos hemos quedado también sin ojos familiares que nos defiendan.
Si a esto les sumamos las dificultades en la investigación judicial de las que ya hemos hablado, podríamos pensar que los delincuentes, en el cibercrimen, ya no sienten de la misma manera el aliento de la justicia sobre sus cogotes, y que podrían estar frotándose las manos envalentonados al pensar que cada vez habrá más oportunidades criminales. Esta es, precisamente, una de las cuestiones que está estudiando con más atención la criminología.
Las víctimas, un poquito más solas
La relajación de los mecanismos tradicionales de prevención ha elevado a un primer plano a otro de los integrantes clásicos en la ecuación de la delincuencia: las víctimas. Es un error gravísimo culpar a las víctimas de los delitos que sufren, pero, mientras las instancias tradicionales de prevención se ponen al día en ciberdelincuencia, el protagonismo activo de las víctimas ha crecido especialmente, según autores como el propio Fernando Miró.
Del mismo modo en que se nos enciende una bombilla roja cuando atravesamos entornos físicos peligrosos, como los pasos subterráneos o los lugares poco iluminados, aún nos queda mucho por aprender a la hora de identificar los entornos menos seguros de internet, reducir al mínimo las interacciones arriesgadas, saber cuánta información personal deberíamos colocar en el ciberespacio y condenar socialmente actitudes que, aunque no lo parezcan por su pertenencia a un espacio virtual, son igualmente dañinas.
La rápida evolución de los sistemas informáticos también juega un papel importante, ya que obliga a una actualización incesante de los mecanismos personales, comunitarios y policiales de protección. En el momento en que llegamos a una certeza en cuestión de seguridad, es probable que los ciberdelincuentes le hayan dado varias vueltas. Si estiramos un poco la metáfora de las películas, nos encontraremos con que aquellos planos interminables del cine negro se han convertido en las secuencias aceleradas e hipervitamínicas de los sketches de Benny Hill.
La criminóloga holandesa Marleen Weulen Kranenbarg también está estudiando las diferencias entre los ciberdelincuentes y los delincuentes tradicionales. Sin dejar de subrayar que aún queda mucha investigación por delante, en Cyber-offenders versus traditional offenders apunta a que, mientras que tener un trabajo o estar estudiando era algo que tradicionalmente alejaba a las personas del crimen, no parece hacerlo tanto si hablamos de ciberdelincuencia. Mencionamos este estudio porque representa otra de las muchas líneas de investigación que nos ha traído la ciberdelincuencia.
Aunque las estadísticas oficiales aún no los reflejen mucho, los cibercrímenes parecen al alza en todas sus vertientes: el robo de información privada, la difusión de mensajes de odio o el acoso a través de redes sociales, por citar algunos. Este progresivo crecimiento está reconfigurando, como hemos visto, el imaginario social del delito, donde ganan terreno los delitos contra la intimidad y las estafas. Pero las preguntas seguirán surgiendo, como la que ya se habrán planteado los aficionados a las series posapocalípticas y a los escenarios distópicos: ¿llegará el día en que la ciberdelincuencia permita atentar contra la vida de otra persona?
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