Desde hace unas semanas, estamos preocupados por un inquietante brote de listeriosis que se ha propagado a través del consumo de carne contaminada. La palabra merece nuestra atención lingüística por tener en sí la medida de lo que, bueno y malo, somos capaces de hacer como especie. Listeriosis deriva del apellido del cirujano británico Joseph Lister (1827-1912) que fue figura principal en el desarrollo de la cirugía antiséptica; a ese apellido se le ha añadido la terminación –osis, procedente del griego y que significa en medicina "proceso patológico".
Lister se inspiró en las investigaciones de su contemporáneo Louis Pasteur para sostener algo que pareció revolucionario en su momento pero que hoy entendemos como algo básico de todo proceso de intervención quirúrgica: hay que prevenir las infecciones. A Lister se debe la defensa de la idea de que antes y después de cualquier cirugía pueden surgir microrganismos que causen infecciones y que estos no surgen de la nada ni por generación espontánea. Descubrió que las heridas se infectaban por alojar bacterias y propuso evitarlas con el uso de antisépticos en las manos del personal médico y de enfermería y en el propio instrumental usado.
Particularmente, él usaba ácido fenólico al cerrar las heridas, para lavar el instrumental y la ropa médica e incluso para limpiar las salas de operaciones. Si los hospitales británicos de principios del XIX olían a muerte y pus, los de finales de ese siglo olían, tras la extensión de las propuestas de Lister, a antiséptico. Esto redujo espectacularmente la muerte por infecciones y, de hecho, las campañas bélicas de ese tiempo (por ejemplo, las de la guerra franco-prusiana de 1870) ya se beneficiaron de este uso en el tratamiento de sus heridos. En una época en que la mortalidad quirúrgica era de un 50%, las investigaciones de Lister sobre cauterización de heridas sirvieron para bajar poderosamente estas cifras de mortandad.
Esta trayectoria innovadora en el tratamiento de los pacientes antes y después de la cirugía explica que en español los derivados del apellido británico Lister se usaran primariamente con el significado de "procedimientos de antisepsia y asepsia". Es decir, el apellido Lister no se usaba en español en un principio para nada relacionado con la enfermedad que hoy llamamos listeria. En fecha muy cercana a los descubrimientos de Lister, 1894, Miguel Fargas y Roca incluye en su discurso de recepción en la Real Academia de Medicina y Cirugía de Barcelona vocablos como listerismo o prácticas listerianas como equivalentes a precauciones antisépticas. Y todavía el médico Luis Martín-Santos en su novela Tiempo de silencio (1961) hablaba de los ambientes “copiosamente listerizados” en el sentido de lugares asépticos e higienizados.
Lister fue reconocido en vida con doctorados honoris causa, agradecimientos, premios y títulos nobiliarios. Y gozó también de un curioso reconocimiento al otro lado del Atlántico: un poderoso colutorio para prevenir infecciones bucales fue registrado por el farmacéutico estadounidense Jordan Wheat Lambert en 1879 como Listerine en homenaje a Joseph Lister. Fallecido en 1912, Lord Lister fue enterrado en la abadía de Westminster con honores. Pero aún quedaban otras distinciones y homenajes...
En reconocimiento a Lister y quince años después de su muerte, se bautizó con su apellido la familia bacteriana Listeriaceae, familia de bacterias a la que pertenece la causante de la listeriosis que se ha propagado por España, la Listeria monocytogenes. Esta enfermedad fue identificada en 1926 en animales y llamada inicialmente Bacterium monocytogenes porque aumentaba el número de monocitos –un tipo de glóbulos blancos– en la sangre; la enfermedad fue llamada de diversas formas pero en la segunda mitad del siglo XX terminó triunfando el derivado del apellido de Lister que se había propuesto en los años 20.
El proceso de acuñar un término a partir de un apellido es muy común en la historia de la ciencia y se denomina con el nombre de eponimia: Down, Asperger o Parkinson fueron en su momento nombres de científicos y hoy los usamos autónomamente como términos comunes de la medicina. En el ámbito de la bacteriología, diversas bacterias han recibido el nombre de investigadores que han intervenido en su reconocimiento, prevención o identificación.
El proceso es curioso porque quien más lucha por identificar y curar las infecciones de una bacteria termina siendo reconocido con... el nombre de la propia bacteria. Así, en honor a Edmond Norcard (1850-1903), que estudió la tuberculosis en el ganado y su contagio a humanos, se denominó Nocardia a un género de bacterias; las investigaciones del pediatra alemán Theodor Escherich (1857-1911) son reconocidas en el nombre de la Escherichia coli. Y también hay una aportación hispánica en el mundo de la eponimia bacteriana: el microbiólogo peruano Alberto Barton Thompson (1870-1950) identificó las bacterias asociadas a la fiebre de la Oroya, y en su memoria se acuñó el género Bartonella bacilliformis.
El uso de la eponimia en la acuñación de términos para signos físicos, síndromes, estructuras anatómicas, métodos, escalas o cuestionarios tiene sus detractores: por una parte, los epónimos no son tan claramente descriptivos como los términos taxonómicos al uso; por otra parte, no siempre hay unanimidad histórica en atribuir de forma exclusiva un descubrimiento a una persona concreta.
Para el caso de Lister y de la listeria, los derivados de su apellido nos dan una muestra curiosa de doble significado y de doble enseñanza al mismo tiempo. Con las prácticas quirúrgicas que inició Lister vemos cuánto le debemos en longevidad y en calidad de vida al tesón y el pensamiento crítico de este médico inglés; pero, analizando por qué la bacteria a la que se le dio su nombre nos está haciendo temblar este verano, tenemos una muestra de cómo por inepcia o descuido podemos ir hacia atrás en nuestra seguridad alimentaria. Nuestras capacidades y nuestros límites están dentro de la historia de esta palabra.
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