Aún persiste la idea de que en la Edad Media se pensaba que la Tierra era plana. Pero no es cierto: todos los estudiosos de la época ya sabían que era una esfera. Lo cuenta Umberto Eco en su Historia de las tierras y los lugares legendarios, citando a Dante, Orígenes, Ambrosio, Alberto Magno, Tomás de Aquino e Isidoro de Sevilla, que incluso calculó la longitud del Ecuador.
De hecho, las dudas sobre la ruta que proponía Colón no se debían al temor a que cayera por un abismo. Se sospechaba que el navegante se basaba en un cálculo optimista acerca del tamaño de la Tierra y que su ruta no era tan corta como creía (y no lo era).
Lo que no se tenía tan claro era si el hemisferio sur, las antípodas, estaban habitadas y si esos habitantes eran personas o más bien monstruos extraños, quizás sin alma.
La idea de las antípodas ya surge en la Grecia clásica: si la Tierra es redonda, obviamente tendrá dos hemisferios. Por ejemplo, el cartógrafo y filósofo griego Crates de Malos defendía en el siglo II a. C. la existencia de dos continentes habitados en el hemisferio norte y dos en el hemisferio sur, aunque incomunicados.
El escritor romano Macrobio (siglos III y IV d. C.) sostenía una idea similar, como escribe Jerry Brotton en su Historia del mundo en 12 mapas. Según contaba, no podemos establecer contacto con los habitantes del sur porque nos separa de ellos una zona demasiado calurosa como para atravesarla.
Uno de los problemas para defender la existencia de habitantes en las antípodas era la dificultad que suponía pensar en gente que viviera bocabajo. Lactancio (siglos III y IV) escribió que no creía en “hombres con los pies más arriba que su cabeza” ni en “lluvia, nieve y granizo” que “caen de abajo arriba”.
No es la única idea que hacía pensar en unas antípodas deshabitadas: como se sospechaba que no había habido contacto entre el sur y el norte, Agustín de Hipona (siglos IV y V) dedujo que los habitantes del otro hemisferio no descenderían de Adán y que por tanto no habrían sido afectados por la redención. Como recoge Eco, él se inclinaba más bien por creer que se trataba de tierras deshabitadas.
Esta desconfianza se extendió durante la Edad Media, a pesar de excepciones. Como Dante Alighieri, que en su Divina Comedia hablaba de una entrada al infierno en el hemisferio norte y una entrada al Purgatorio en el lado opuesto.
A partir de la llegada de los europeos a América, la existencia de tierras (y personas) al sur del Ecuador dejó de ponerse en duda “porque se empezaron a conocer tierras del hemisferio sur que antes eran consideradas inaccesibles”, escribe Eco. Y también se comenzó a comprobar que estar en el hemisferio sur no implicaba estar bocabajo.
La Tierra Austral y la Antártida
A pesar de los viajes de los europeos por el hemisferio sur, las antípodas mantuvieron durante un tiempo su aura de leyenda. El explorador Antonio Pigafetta, uno de los participantes en la expedición de Magallanes y Elcano que completó la primera circunnavegación de la Tierra entre 1519 y 1522, escribió en sus memorias del viaje que esperaba hallar “hombres y mujeres que no miden más de un codo y tienen las orejas tan grandes como ellos: con una se hacen la cama y con la otra se cubren”.
La leyenda se fue sustituyendo por el espíritu explorador y la sospecha de que quedaba otro gran continente por descubrir en el extremo sur del globo, la llamada Tierra Austral. Magallanes la creyó haber hallado y la llamó Terra Australis recenter inventa sed nondum plene cognita (“Tierra recientemente hallada, pero no conocida del todo”). Era Tierra del Fuego. “Después de él, muchos otros buscarían la Terra Incognita en el Atlántico Sur, en el Océano Índico meridional y en el Pacífico Austral”, cuenta Eco.
La existencia de la llamada Terra Australis siguió siendo objeto de conjeturas y esbozos en mapas a partir del siglo XVI, cuando los exploradores españoles llegaron a Nueva Guinea, a las Carolinas y a las Filipinas. Como escribe Simon Garfield en su libro En el mapa, según el momento, Terra Australis incluía Tierra del Fuego, Australia, Nueva Zelanda “y cualquier cosa que flotara en el Océano Pacífico y que los navegantes encontraran por casualidad”.
Entre 1772 y 1775, el capitán James Cook emprendió su segunda gran expedición, dos años después de haber llegado a Australia. La Royal Society inglesa le había pedido que buscara esa Tierra Austral que quedaba por descubrir. Durante su expedición, Cook y sus hombres se adentraron tres veces en el Círculo Antártico en una niebla densa. Según su diario, llegaron a oír pingüinos, pero no vieron ninguno. Su barco pasó a poco más de 100 kilómetros de la Antártida.
Tras esta expedición, se descartó la idea de que la Tierra Austral fuera una región habitada o habitable, en caso de existir, explica Garfield. Esto se comprobó de manera definitiva cuando se llegó a la Antártida en 1820.
Las antípodas ya no suponen un misterio: los europeos sabemos que al sur del Ecuador la gente no camina bocabajo ni son seres que duermen envueltos en sus orejas. Estas ideas se han sustituido por experimentos mentales en los que nos preguntamos qué pasaría si caváramos un agujero con la intención de atravesar el planeta. Es decir, qué nos encontraríamos en las antípodas exactas.
Suponiendo que pudiéramos hacerlo, gran parte de los españoles llegaríamos a Nueva Zelanda. Pero muchos de los habitantes del planeta acabaría en el océano: la mayoría de las regiones habitadas tiene agua al otro lado.
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