Ante una misma situación, sea una pandemia o una tirada de dados, hay quien piensa que todo va a salir bien y va a sacar un seis. Y si las cosas van mal, opina que a la larga nos encontraremos con posibles efectos secundarios positivos: aprender de los errores, por ejemplo, o salir más unidos. Pero también hay quien a menudo teme que saldremos mal parados y en el dado saldrá un uno. Y además recuerda, por ejemplo, que no aprendimos casi nada de la crisis de 2008.
Nuestra evaluación de los hechos no se basa solo en los datos. Tampoco es consecuencia únicamente de nuestras experiencias pasadas. Depende en gran medida de nuestra predisposición a ser más optimistas o más pesimistas: cuáles creemos que son nuestras expectativas para el futuro, con independencia de las probabilidades de éxito, y cómo interpretamos lo que hemos vivido en el pasado. Es una tendencia de la que podemos aprender y que podemos moderar, pero de la que en ocasiones ni siquiera somos conscientes.
Somos más optimistas de lo que creemos
Una parte de esta predisposición al optimismo o al pesimismo es genética, según apunta Julia Vidal, psicóloga y directora del centro clínico Área Humana Psicología. El resto viene condicionado por el ambiente y la educación.
Y aunque pueda sorprender, en general tenemos una mayor tendencia a pensar que las cosas nos van a salir bien. El psicólogo Neil Weinstein acuñó el término “sesgo optimista” en 1980, después de mostrar en varios estudios (pdf) que casi todos tendemos a creer que nuestras posibilidades de experimentar un evento negativo están por debajo de la media. Casi nadie cree tener una probabilidad del 33% de sufrir un cáncer a lo largo de su vida o de más del 50 % de divorciarse, aunque eso es lo que dicen las estadísticas.
Según escribe la psicóloga Tali Sharot en su libro El sesgo optimista, “el optimismo es prevalente en cada grupo de edad, raza y estatus socioeconómico”. La mayor parte de nosotros sobrestimamos nuestro futuro profesional y creemos que viviremos más años, mientras que subestimamos nuestras posibilidades de divorciarnos, de quedarnos sin empleo o, como escribía el neurocientífico Ignacio Morgado en EL PAÍS, de contagiarnos de Covid-19. Eso son cosas que les pasan a los demás (hasta que nos pasan, claro).
Como todos los sesgos, nos cuesta mucho darnos cuenta de esta falsa impresión, a pesar de que la comprendemos. Según otro trabajo de la propia Sharot, no corregimos a la baja nuestras estimaciones ni siquiera cuando conocemos el porcentaje real del evento por el que se nos pregunta. Siempre creemos que vamos a ser la excepción y pensamos que nosotros no vamos a padecer una úlcera o a sufrir un accidente de tráfico porque nos cuidamos o porque conducimos muy bien.
Pero somos más pesimistas en lo colectivo
El optimismo acerca de nuestro futuro es habitual. También es frecuente que vaya acompañado de percepciones negativas acerca del futuro de nuestro país, como se puede ver en estos gráficos elaborados por Our World in Data, proyecto liderado por Max Roser, economista de la Universidad de Oxford.
Según los datos de Roser, durante la crisis de 2008 aún confiábamos menos en el futuro de la economía de nuestro país que años anteriores. Sin embargo, nuestras percepciones acerca de nuestras expectativas personales cambiaron muy poco. Otro dato que recoge Roser es que el pesimismo es menor cuanto más reducimos las distancias: por lo general creemos que le irá mejor a nuestra ciudad que a nuestro país y a nuestro país que al mundo.
Una de las explicaciones a esta divergencia está en cómo la sensación de control influye en la percepción de nuestro propio futuro. Aunque esta sensación pueda ser en muchas ocasiones ilusoria, nos lleva a confiar en nuestra capacidad de actuación en lo que se refiere, por ejemplo, a nuestro trabajo. Sin embargo, no tenemos la misma impresión a la hora de pensar en si podemos evitar una pandemia o una crisis económica global.
¿Somos pesimistas porque las cosas nos van mal o las cosas nos van mal porque somos pesimistas?
Como apuntaba Vidal, el ambiente también influye en nuestro mayor o menor optimismo. El hecho de que las cosas nos vayan bien puede contribuir a que confiemos en que nos van a seguir yendo bien. Pero, aunque esto es cierto, el efecto también va en sentido contrario: el optimismo hace que las cosas nos vayan mejor. Y al revés con el pesimismo. Aunque no se trata de la magia de la alegría, ni nada parecido, claro.
Como todos los sesgos, el sesgo optimista es adaptativo. Es decir, tiene consecuencias útiles y positivas, y nos ha ayudado como especie. Según escribe Sharot, aunque el optimismo puede llevarnos a un comportamiento irracional, por lo general nos protege de las incertidumbres y de las dificultades, lo que se traduce en menores niveles de estrés y ansiedad. Además, contribuye a proporcionarnos una mayor motivación para llevar a cabo planes e ideas.
Sharot cita en su libro un estudio con enfermos de cáncer menores de 60 años. Los pesimistas tenían más probabilidades de morir en los primeros siete meses que los optimistas con pronóstico y estado de salud similar. En otro estudio, los optimistas mostraban una recuperación más rápida tras una operación del corazón y tenían menos posibilidades de recaer.
En general, añade Sharot, los optimistas viven más y con mejor salud. Además del menor estrés y ansiedad, las personas optimistas están más predispuestas a seguir las indicaciones de los médicos, explica Vidal, ya que confían más en sus posibilidades de recuperación. Los optimistas creen que sus acciones van a servir para algo, mientras que los pesimistas no tienen tanta fe en sus posibilidades y desisten más a menudo.
El pesimismo tampoco ayuda como mecanismo protector: hay quien defiende que el pesimismo puede protegernos de decepciones, al mantener las expectativas bajas. Es el llamado "pesimismo defensivo": si creo que las cosas me van a ir mal, se supone que me alegraré más si al final van bien y, además, no lo pasaré tan mal si todo resulta como esperaba. Sin embargo, estas expectativas prudentes no nos defienden de las emociones negativas aunque se confirmen nuestras predicciones.
El exceso de optimismo
El optimismo da mejores resultados, pero también tiene sus peligros. En un estudio sobre hábitos y optimismo, citado por Sharot, se vio que, por lo general, los optimistas moderados no suelen fumar y ahorran por encima de la media, pero los exageradamente optimistas tienen más tendencia a fumar y viven más al día. El optimismo moderado nos puede llevar a pensar algo como: “Si me lavo las manos a menudo será más difícil que me contagie de coronavirus y no se verán afectadas mis previsiones de llegar a los 107 años de vida”. Pero el optimismo extremo está correlacionado con decisiones aparentemente irracionales "¿Para qué voy a lavarme las manos si yo no me voy a contagiar?".
En otras ocasiones el peligro no viene del exceso de optimismo individual, sino de la suma de todos nuestros excesos de confianza. Esto ayuda a explicar, por ejemplo, los retrasos acumulados en los proyectos en grupo, al sumarse los errores de cálculo de cada uno de los participantes.
José Ramón Ubieto, psicólogo y profesor en la Universitat Oberta de Catalunya, alerta acerca de este “optimismo iluso”, que a menudo tiene una fundamentación social: “En nuestra cultura se valora ser, o aparentar ser, optimista y feliz”. Este optimismo, más que motivarnos, nos puede llevar a ignorar nuestros propios límites. Ubieto apuesta por un “pesimismo advertido”, que consiste en tener en cuenta esos límites y que nunca hay riesgo cero. Recuerda que lo importante no es solo lo que nos haya pasado, sino también cómo hayamos reaccionado: “No podemos negar las dificultades que hemos vivido” y tenemos que aprender también de ellas.
De hecho, podemos aprender a no ser demasiado optimistas o a ser menos pesimistas, añade Julia Vidal. Por ejemplo, intentando ser siendo más conscientes del control que tenemos (o que no tenemos) sobre algunos aspectos de nuestras vidas o disminuyendo la sensación de amenaza de nuestras expectativas.
Otro factor es el que recuerda Sharot en su libro: nosotros somos ciegos a nuestros propios sesgos, pero podemos detectarlos fácilmente en los demás. Si alguien nos avisa (y nosotros avisamos a los demás), podemos matizar nuestro entusiasmo y tomar medidas para prevenir los excesos, sin renunciar del todo al optimismo.
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