Susto o muerte: cómo las plantas urbanas sobreviven al calor del verano

Las ciudades no se lo ponen fácil, pero ellas se guardan ases bajo la manga

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Hierbas verrugueras (Heliotropium europaeum) pasando el verano
Hierbas verrugueras (Heliotropium europaeum) pasando el verano.

Aguantar los calores veraniegos en el Mediterráneo es complicado. Hacerlo sin la ayuda de aires acondicionados, ventiladores o abanicos es casi una misión imposible. Sin embargo, eso es exactamente lo que consiguen muchas plantas de nuestro entorno, verano tras verano. Y eso que, para ellas, los cuarenta grados a la sombra no son el único problema. También lo es la absoluta y frustrante falta de agua.

Si las cosas ya son difíciles para la flora silvestre que vive en el campo o en la cima del monte, para una ciudadana clorofílica urbana la situación es aún más complicada, pues tienen:

  1. Más calor, gracias al simpático efecto conocido como "isla de calor urbano", y que nos regala temperaturas más elevadas en la urbe respecto al territorio circundante. Y no hace falta ser una megalópolis asiática para notarlo: en Zaragoza mismo llegan a registrarse diferencias de seis grados. Lo curioso es que incluso una ciudad abandonada ejercería este efecto (si bien con menos intensidad), porque muchos de los responsables son los materiales que hemos empleado para construir nuestras urbes: metales, cemento, plásticos o asfalto, que acumulan o dificultan que el calor se vaya con viento fresco (¡literalmente!).
  2. Menos agua, pues ¿cómo rayos va a entrar en el suelo, si le hemos puesto capas y capas de asfalto y cemento encima? Hemos sellado el suelo tan requetebién que, incluso cuando llueve, toda esa maravillosa, preciosísima agua... no penetra. Se va, es toda escorrentía, y necesitamos sistemas de alcantarillado para que no se nos inunden las calles a la mínima. (Si lo piensas, tiene que ser frustrante ver cómo llueve, y cómo toda el agua que tú hubieses querido beberte se va. ¡Qué tortura!)
Unas romazas, bronceándose. Aina S. Erice

Y en este panorama, ellas, que no pueden mudarse a una segunda residencia, ni siquiera abanicarse, tienen que arreglárselas para salir adelante. Si miras a tu alrededor —en un parque urbano, un descampado o una acera— probablemente veas que las plantas han adoptado dos estrategias. Por un lado, las que se muestran casi imperturbables, si acaso un poco más pálidas y desvaídas, como si acabaran de llevarse un buen susto. Y, por otro, las que directamente parecen haber tirado la toalla y lucen completamente descoloridas y secas. Tenemos, por tanto, dos opciones principales: las plantas que eligen susto y las que eligen muerte.

Las que se mantienen verdes

Empezaremos por aquellas que eligen susto. Una estrategia habitual de plantas que viven en lugares hiperáridos es desarrollar unas raíces especialmente potentes que les permitan la captación de agua en condiciones adversas. Hay casos en los que las raíces pueden superar los 60 metros de profundidad, como algunos algarrobos americanos (Prosopis spp.).

Sin embargo, otra vez, la cosa se complica en la ciudad, porque ese subsuelo no está compuesto únicamente por tierra y roca, sino por un entramado complejísimo de redes de tuberías y conducciones —alcantarillado, agua limpia, electricidad, telefonía e internet...—, cimientos de edificios, aparcamientos subterráneos, líneas de transporte... Y encima de todo esto, como la guinda que corona un pastel de pesadilla, encontramos una capa de asfalto, o una acera, o un edificio. Las condiciones perfectas para dificultar al máximo que el agua y el aire penetren en la tierra.

Pero, pese a ello, algunas plantas salen adelante. En nuestros descampados cercanos han desaparecido las viboreras, las ceriflores, las malvas... pero aquí y allí despuntan aún, por ejemplo, las campanitas rosa y blanco de la correhuela menor (Convolvulus arvensis). En apariencia son muy poquita cosa, pero desarrollan un sistema radicular tan potente —se conoce así al conjunto de raíces de una planta— que, aunque no lleguen ni mucho menos a los sesenta metros, es suficiente para su supervivencia a pleno sol.

Unas flores de correhuela, al lado de un vaso de plástico (que, por desgracia, no desaparece tan fácilmente…). Aina S. Erice

En cuanto a los árboles, hay algunos (como varios pinos, o Ficus) que optan por la vía de la rebelión radical. Es probable que las consecuencias no sean cómodas para los usuarios de la vía pública, ya que pueden adoptar la forma de asfaltos resquebrajados, aceras levantadas, etcétera. Pero si hemos creado condiciones imposibles para que esas plantas vivan bien (y/o hemos sembrado árboles con raíces superficiales notoriamente «agresivas»), ¿hasta qué punto tenemos derecho a quejarnos si, en lugar de morirse, deciden cambiar las reglas del juego y expanden sus raíces más allá de las barreras físicas?

Además de invertir en desarrollar raíces, los vegetales también pueden adoptar varios mecanismos que minimicen pérdidas hídricas, como sacar hojas más pequeñas o adoptar colores tirando a blanquecinos, que reflejan una mayor cantidad de luz solar. La opción extrema es el sacrificio de las hojas: por ejemplo, si llega un momento en que el sistema radicular de las correhuelas no capta agua suficiente para sobrevivir, estas dejarán morir su parte aérea, y regresarán cuando el calor amaine.

Un acebuche con la hoja pequeñita. Aina S. Erice

Otras plantas, en cambio, emplean estrategias más refinadas a nivel bioquímico, como la verdolaga (Portulaca oleracea) o la grama (Cynodon dactylon), dos campeonas de la urbe veraniega. Estas forman parte de un grupo de vegetales que han inventado sistemas extremadamente eficientes para no perder ni gota de agua cuando abren las compuertas de sus hojas al CO2 que les sirve de alimento. En los resquicios de la acera en un puerto marítimo, en las isletas o alcorques de una calle, estas heroínas conocen los secretos metabólicos para salir airosas del brete.

Grama, a la conquista de las aceras :). Aina S. Erice

Las que parecen abrasadas

Frente a las plantas que parecen haber elegido susto, encontramos a las que se nos presentan mustias, totalmente descoloridas, abrasadas. Como si hubiesen elegido muerte. El caso más evidente son los clásicos "hierbajos" requemados por el sol, que según la especie pueden convertirse en briznas doradas espectacularmente bonitas o en cuatro palitos más o menos carbonizados (no todas tienen gracia al secarse, qué se le va a hacer).

Mijeras (Piptatherum miliaceum), de las que se desmelenan en cualquier decampado, luciendo unas hermosas mechas doradas. Aina S. Erice

Sin embargo, esta muerte, en muchos casos, solo es aparente. Hay plantas que se ponen pochas y parecen rendidas ante lo inevitable, pero es mentira. En realidad se han atrincherado en sus búnkeres subterráneos, órganos de almacenamiento que han llenado de provisiones, y donde ahora pasarán los calorazos del verano hasta que las condiciones mejoren.

Muchos bulbos que empleamos en nuestros jardines adoptan esta estrategia, como los narcisos de manojo (Narcissus tazetta). Pero hay otras plantas, como los ajos silvestres (Allium spp.), que instalan sus refugios anticalor en las mismísimas ciudades. El verano también agosta por completo a la parte aérea de los cardos marianos (Silybum marianum), de una belleza escultural; sin embargo, Silybum sigue ahí, esperando al momento adecuado para reaparecer.

Luego están las plantas que no se andan con medias tintas y eligen muerte-muerte. Total. Pero incluso estas se guardan un as en la manga. El plan, que sería un desastre para la supervivencia de la especie, les funciona porque estas estrategas verdes preparan un montón de cápsulas móviles, dotadas de provisiones e instrucciones para una futura reconquista del terreno mediante su descendencia. Es decir, preparan semillas, como la cebadilla (Hordeum murinum), las avenas bordes (p. ej. Avena fatua) o el matacandil (Sisymbrium irio).

Fuera de la ciudad esta es una gran estrategia, pero al aplicarla en entornos urbanos, algunas plantas descubren por las malas que es un plan muy frágil: depende de que consigan formar, acondicionar y lanzar esas cápsulas de resistencia antes de que la brigada municipal de turno interrumpa el proceso (segando tus flores o tus frutos a medio madurar, por ejemplo). Entonces no hay plan B: es muerte-muerte-muerte. Amapolas, haber elegido susto.

Todas y cada una de las habitantes clorofílicas de nuestras ciudades viven en condiciones que los humanos hemos creado —o acentuado—, pero que ninguno de nosotros querría para sí. Son, además, las únicas capaces de mitigar, con su mera existencia, las islas de calor urbano de las que son víctimas. A pesar de que no les ponemos las cosas nada fáciles, ellas se empeñan en convertir nuestras ciudades en entornos más amables, incluso en verano.

Por ello, votar plantas —ya sean de las que eligen susto o de las que optan por muerte— siempre es la mejor opción.

Un gordolobo, sobrevivendo en un resquicio. Aina S. Erice

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