Luis Montero está recogiendo fotos de oficinas. No de las oficinas más bonitas del mundo, estas que salen en reportajes sobre empresas innovadoras y aparecen en los tablones de Pinterest, sino de espacios de trabajo de verdad, como los que usamos todos cada día y en los que a menudo pasamos más horas que en casa. Con sus sillas cojas, sus bandejas de plástico, sus plantas agonizantes y sus moquetas con manchas de café.
Se trata de un estudio para su empresa, Cero23, donde desarrolla proyectos para clientes y propios (como en este caso) y que compagina con su trabajo como director de investigación de la consultora Soulsight.
De momento, ha recogido unas setenta fotos (y necesita más) con el objetivo de escribir un ensayo, casi un estudio etnográfico, sobre cómo y dónde trabajamos. El proyecto aún está en marcha, pero Montero nos apunta algunas de las ideas que está observando. Las ilustramos con imágenes que le han enviado.
Son todas iguales. La mesa es “una superficie plana, de algún material plástico, gris. Como mucho se ve un teléfono. Pero no hay nada personal”. Ya no hay fotos de la familia, por ejemplo. Entre otras cosas, porque todo eso está en el móvil o en el ordenador. Los complementos de oficina también han desaparecido: no hay grapadoras o cubiletes con lápices y bolígrafos.
Tampoco hay diferencia en el caso de los despachos domésticos, que son también cada vez más uniformes. Cuando le envían las fotos, nadie le comenta a Montero si hace frío o calor, ni nada del entorno y las vistas. Son espacios aislados del resto del mundo, estén donde estén. La oficina se convierte así “en un lugar en el que no sientes nada”. Son "un universo paralelo, como los casinos, en los que no sabes ni qué hora es".
Es decir, los espacios de trabajo son “máquinas para estar concentrados” incluso en el caso de las oficinas abiertas, espacios que han sido criticados por la ausencia de privacidad y el exceso de interrupciones. “No hay ni departamentos de tres o cuatro empleados ni apenas despachos”, por lo que los espacios de trabajo tienen sólo lo fundamental “para trabajar o que parezca que trabajes sin hacer mucho ruido ni molestar a los demás”.
Muchas veces no personalizamos nuestra mesa de trabajo porque no nos compensa, debido a la movilidad creciente: “La oficina ya no es nuestro espacio. No sabemos cuánto tiempo vamos a estar en cada empresa y es posible que a lo largo del día nos movamos de sitio”.
El ordenador es el centro. Muchos sólo envían “fotos de la mesa, sin contexto. Ni siquiera se ve la silla”. Nuestros puestos de trabajo se convierten en “células diseñadas sin relación ninguna y tenemos eso tan interiorizado que, si no hubiera gravedad, no aparecería ni la mesa en las fotos: todo serían ordenadores flotando”.
El trabajador se convierte “en una prótesis del ordenador” en la que se pierde incluso la relación con el trabajo que se lleva a cabo. “Estamos alejados de la vida y concentrados en terminar procesos”. Ya no hacemos tareas dentro de un proceso global, según Montero, sino “minitareas” que parecen aisladas.
En ocasiones, es difícil saber qué es lo que se hace en las oficinas, como explica el escritor Nikil Saval en esta entrevista en The Atlantic: "Durante años, los oficinistas sólo producían papeles, y estos papeles estaban a menudo relacionados de forma abstracta con algún tipo de trabajo manual que tenía lugar en otro sitio". El trabajo de oficina no parecía un trabajo "de verdad".
Las zonas comunes son virtuales. El ordenador no sólo nos sirve para trabajar, sino que “la propia máquina genera las herramientas de comunicación. Antes quizás hablábamos alrededor de la máquina de café, pero no a través de la máquina o con ella”.
“Por eso pasamos tanto tiempo en Twitter”. El ordenador y las redes sociales se han convertido en nuestros espacios comunes, “sustituyendo a la máquina de café”, cosa que también vemos en los chats de las intranet.
Hay excepciones: cuando las fotos las envía un alto cargo de una empresa, suelen enviar “imágenes casi festivas, como esas fotografías de felicidad que publican nuestros amigos en Facebook”. Son momentos de cumpleaños y celebraciones navideñas, en los que se ven globos y gente de pie. Esa es la imagen que quiere dar la empresa: la de un segundo hogar.
Las fronteras entre hogar y trabajo se difuminan. Ya hemos visto que los espacios domésticos se parecen a las oficinas, por lo gris y uniforme, y no al revés. En las fotos que le llegan a Montero no vemos las oficinas con futbolines, sofás y cuencos de fruta al estilo americano, pero sí hogares con escritorios, ordenadores y papeles. Tal y como nos explica, no estamos domesticando las oficinas, “sino ‘oficinando’ el espacio doméstico”.
De hecho, surgen proyectos como Hoffice (mezcla de home, hogar, y office, oficina), que propone ámbitos de coworking para trabajadores por cuenta propia en el domicilio de otros freelances. Es decir, al final no se trabaja en casa, sino que se vive en la oficina. Y en este caso no se trata una metáfora.
“No hay ni horarios”. Por culpa de móviles y portátiles, “recibimos y contestamos mails de trabajo a las once de la noche, por ejemplo, generando fracturas entre el espacio privado y el laboral”.
Montero pone como ejemplo las fotos antiguas de los despachos en casa, “los sueños del notario, que son casi una extensión del salón”, mientras que hoy en día los propios salones son a menudo “extensiones de la oficina", con sus portátiles en la mesa y el ipad sobre el sofá. Todo se va centrando poco a poco en el ordenador del mismo modo que hace años las salas de estar se orientaron hacia la televisión. Montero sugiere que los dormitorios de los niños también estén reproduciendo el modelo de la oficina: “Aunque aún no lo he estudiado, seguro que el ordenador es el centro”.
Nos da vergüenza perder el tiempo. Montero considera que hacer el vago de vez en cuando es positivo y necesario: “El entorno laboral sobrevive porque podemos leer el periódico. Imagina que tuviéramos que pasar ocho horas al día enganchados al excel”.
No sólo necesitamos perder el tiempo, sino también dejar de hablar con los demás de vez en cuando. Y por eso recurrimos a internet y, sobre todo, al móvil, que es “una forma socialmente aceptada de ignorarnos”. No podemos mirar a las musarañas mientras otra persona habla, pero no pasa nada si estamos trasteando con el móvil. Es lo normal.
De todas formas, estas “pequeñas escapadas con el teléfono” también acaban enfocándose a la producción: cuando usamos el móvil, nos tenemos que comunicar con alguien, dejar un comentario o generar visitas en la web a través de las redes sociales, por ejemplo: "Siempre tenemos que estar haciendo algo".
Incluso las vacaciones son casi un trabajo. Cuando vamos, tenemos una serie de calles por las que pasear y museos que visitar. "Y al volver hay que traer pruebas: las fotos".
Somos lo que hacemos. Esto lleva a lo que Montero llama “un destierro de nosotros mismos. Ya no soy lo que soy, sino que soy lo que hago”. Todo ha de tener una función, todo ha de servir para alguna cosa.
Sin embargo, hay una contradicción en la idea de que nos realizamos personalmente en el trabajo y el hecho de que nos tengan que obligar a concentrarnos creando espacios asépticos en los que nos cuesta encontrar momentos personales. ¿No deberíamos estar a gusto en nuestro trabajo? ¿No es este el motivo por el que le dedicamos las mejores horas del día?
Según Montero, esta idea de la realización personal a través del trabajo es una falacia: “Al final, el ideal que se nos ofrece es el de convertirnos en el protagonista de una novela de Kafka, en un Josef K. que está abrumado por un aparato burocrático que no entiende".
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