El vestido pasó anoche la prueba de los bares. Hay algo profundamente raro y maravilloso en que una chica de 21 años saque una foto espantosa de un vestido horrible en una boda escocesa y en unas horas millones de personas en todo el mundo acabemos discutiendo con los amigos un viernes noche si es azul o es blanco, si tenemos los monitores o las vista mal calibrados y cuáles son las razones científicas que lo explican. Como otros observadores de los fenómenos de internet, también creo que fue un viral perfecto, uno de los mayores y más veloces vistos hasta la fecha, un símbolo de los tiempos absurdos y fascinantes en los que vivimos y un punto de no retorno en el ecosistema informativo. Un punto de inflexión. La singularidad viral. El Snow Fall del periodismo viral. Para mi, estas han sido las piezas que al caer han formado un accidente exquisitamente improbable:
Apela al mínimo común denominador. No son un secreto las dos formas de que un contenido llegue a la gente: la primera, interesar a un público lo más amplio posible; la segunda, dirigirse a un nicho específico. Rozar una pequeña parte del inmenso grupo de hispanohablantes es tan interesante como alcanzar a casi todo el pequeño grupo de pelirrojos. Lo importante es que si eres uno de ellos encuentres ese texto, vídeo o foto por ti mismo o porque alguien ha pensado en ti y te lo envió. El premio gordo se encuentra en la primera posibilidad, cuando se consigue llegar a una enorme parte de un público que además es amplísimo. El vestido es un mínimo común denominador en el sentido de que se trata de una ilusión perceptiva que puede interesar a cualquiera con ojos en la cara. No hay fronteras que lo frenen. Para entenderlo da igual ser listo o tonto, mayor o joven, ser hombre o mujer, hablar inglés o no. En todos los lugares del mundo en los que se ha publicado la foto del vestido ha sido un éxito.
Utiliza una emoción muy poderosa: el asombro. Se sabe que para que la viralidad suceda debe mediar una emoción humana. El asco, la alegría, la ira, el miedo, la sorpresa y la tristeza están escritos en los genes y mostrarlo nos ayuda a sobrevivir. Las leyendas urbanas, por ejemplo, se suelen compartir por miedo. Para que se extienda más aún, esa emoción además de suceder debe ser activadora, es decir, debe empujar a nuestro sistema nervioso autónomo a la acción (por eso la indignación mueve más masas que la simple tristeza). La sorpresa consigue que nos pongamos de pie, llamemos a los compañeros de trabajo y les enseñemos el móvil inmediatamente para compartir ese vulgar vestido increíble que nadie ve de la misma forma. No es solo “qué interesante lo de este vestido”, es “esto es alucinante”. El asombro es mi emoción favorita, la más periodística de todas porque está detrás de la ciencia, de la curiosidad humana, de tantos avances. El vestido puede parecer una tontería, pero la emoción por la que lo compartimos no puede ser más elevada. Y nos vamos a sentir mejor compartiendo algo elevado que la foto de una celebridad sin maquillaje.
Contiene una revelación. Existe un estatus superior en lo asombroso reservado a aquello que cambia tu percepción del mundo. Son las historias que los anglosajones llaman “life changing”, después de las cuales tu visión de la vida e incluso tu conducta cambia, como el gran éxito de The Atlantic sobre los introvertidos, que explicó a muchísima gente que lo que consideraban problemas personales eran tan solo rasgos de carácter. En un experimento ya clásico sobre las noticias más enviadas por correo electrónico en The New York Times se encontró que este tipo de temas, en las que la ciencia tiene mucho que decir, son excepcionalmente compartidas. Queremos entender el mundo y compartir nuestras epifanías de una forma altruista. El vestido nos recuerda una verdad tan grande como que cada uno percibimos el mundo de una manera diferente.
Es un tema de conversación inmejorable. Ya no somos monos que despiojamos a otros monos para demostrar que estamos en son de paz y que deberíamos unirnos contra los depredadores. Hemos cambiado esos rituales por la cháchara: Robin Dunbar calculó que los chismes y las historias personales ocupan el 65% de la conversación de las personas de cualquier género y edad en lugares públicos. Pero de las relaciones con los otros sigue dependiendo nuestro bienestar. “La principal razón por la que la gente desea contenido es para tener una excusa —o un modo— de interactuar con los demás”, decía hace diez años Douglas Rushkoff. Lo viral nos da una razón para conversar con el otro y engrasar las relaciones sociales. De hecho, lo viral, a diferencia de otro tipo de contenido, enciende en el cerebro el área encargada de pensar en los otros. Adoramos influir en el otro a través de las historias, somos DJs de la información, dice Matthew Lieberman. El vestido es un tema de conversación ligero perfecto, con toda la importancia que eso tiene.
Es una pequeña bomba química. Las interacciones sociales que realizamos a diario en internet (usar Twitter, recibir un ‘me gusta’ en Facebook, chatear) elevan nuestros niveles de la molécula de la relación con los otros, la oxitocina. En ese sentido, no diferenciamos la conexión electrónica con otros de la conexión en persona. Nuestro cerebro nos premia por enseñar a la familia el vestido y reirnos un rato por WhatsApp con los amigos sobre él.
Es inmediato. Lo ves o no lo ves, pero ocurre en un segundo. Es una cuestión de percepción y no de razonamiento. El vestido regatea la parte del cerebro que se encarga del pensamiento lento y meditado. Si a eso le sumamos tener un móvil en el bolsillo, en cuatro segundos puedes “infectar” a decenas, cientos, miles o millones de personas por Twitter, Facebook, Whatsapp, correo o enseñándoles la pantalla. Para cuando piensas si tiene sentido compartir algo así ya lo has enviado. Los virales atacan a la parte más emocional del cerebro. Se saltan todos los frenos que el cerebro humano ha establecido en su lucha por mantener el equilibrio entre emoción y razón.
La foto en sí es una joya. Cualquier tipo de formato puede hacerse viral y probablemente el vídeo sea el más poderoso, pero atención: sigue siendo una poderosa foto. Mejor todavía ¡es una ilusión óptica!, uno de esos “grandes temas” que siempre han fascinado a los hombres. Llevamos toda la historia construyendo caleidoscopios, estereogramas, trampantojos, amando a Escher e inventando las Oculus Rift. Como ilusión óptica es una anomalía, tan excepcional que hubiera sido difícil prefabricar, dicen los especialistas.
Hay verdad en la foto. No es imprescindible que algo sea cierto para que se haga popular, pero hay algo tan inocente en el vestido, en el post original de Tumblr, que se nota. La foto no ha sido encuadrada, ni pensada, ni manipulada. Es tan fea y espontánea que grita “soy real” y eso, en un mundo en el que los memes prefabricados son tan comunes, brilla.
Los grandes concentradores de atención han acelerado el contagio. Famosos y medios de comunicación son nodos en la red humana, ricos en la atención ajena, el más escasos de los bienes de internet. El caso del vestido ha sido contado por el medio de comunicación que mejor lo entiende y que más atención acapara, Buzzfeed. El resto de prensa global le ha seguido. Los famosos, de Taylor Swift a Kim Kardashian, con sus millones de seguidores en redes sociales han acelerado aún más propagación. Desde el punto de vistas de las redes, habría que estar ubicado en un punto muy aislado para que no nos llegara rápidamente el vestido. No es común que una historia que interese a la vez a medios y famosos consiguiendo impacto global.
El momento en el que ha ocurrido. Es una obviedad, pero en ningún otro momento de la historia hubiera sido posible lo-del-vestido. Debía existir internet, los móviles con cámara, las redes sociales y, sobre todo, el sistema mediático adecuado. Para que una redactora se sienta libre de escribir ¿De qué color es este vestido? (la pieza original, la que dos días después ha conseguido 35 millones de visitas) era necesario crear antes un medio con el ambiente creativo, la estructura editorial y la maquinaria científica orientada a hackear la atención humana y conseguir viralidad como Buzzfeed. También era necesario que decenas de otros medios en todo el mundo, desesperados por la dictadura del clic a la que lleva la publicidad en internet, necesitaran replicarlo. Y que otros, que están comenzando a liberarse de los prejuicios, lo explicaran y lo tomaran en serio. Era imprescindible también una audiencia global saturada y harta que ha desarrollado tantos anticuerpos hacia la información que solo un auténtico pelotazo dirigido hacia su atención la despierta. Es por eso por lo que los virales cada vez son más explosivos y llegan a más gente. Estamos en la guerra por la atención, en la Memecracia.
La autoréplica y el “nosotros contra ellos”. Existen casos más claros en los que el virus incluye las instrucciones para la replicación (“si te gusta, comparte”, “pásalo”), pero las del vestido son más sutiles e interesantes. Si no se comparte con otra persona, el meme del vestido no tiene sentido porque ¿qué gracia tiene verlo azul si no sabemos que el resto lo ve blanco? Para completar el sentido del meme se necesita al otro. Esto nos lleva inmediatamente a uno de los movilizadores humanos más poderosos, el “nosotros contra ellos”, mi tribu contra la ajena. Basta que a los humanos nos asignen a un equipo para que lo defendamos hasta niveles irracionales. Una vez más, está escrito en nuestros genes.
Este análisis, claro, sólo se pueden hacer a posteriori. Nadie puede predecir qué se va a hacer viral, solo reducir la incertidumbre a través del conocimiento y la práctica profesional. Ese es el trabajo de Buzzfeed, y también, de una forma mucho más humilde, de Verne.
El vestido puede ser muchas cosas excepto una tontería. Que tantos millones de personas estén hablando a la vez de algo así dice tanto de nuestro mundo que no me explico cómo puede no interesar a alguien. El vestido me ha hecho pensar en el paréntesis Gutenberg, la teoría que considera que la imprenta fue una excepción histórica y que gracias a internet estamos volviendo a la cultura oral. O por lo menos, a hablar como en los bares.
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