Quizás recuerdes cómo la pequeña Heidi se marchitaba cada vez que la sacaban de los verdes prados en los Alpes suizos para llevarla a Fráncfort y acompañar a Clara, la hija inválida de una familia pudiente. Y, a la inversa, cada vez que Clara visitaba a su amiga Heidi en las montañas, revivía milagrosamente y conseguía dejar su silla de ruedas para dar unos pasos. Que la naturaleza sana –aunque no hasta el extremo de operar milagros como el de Clara– es un hecho que los científicos se afanan desde hace tiempo en investigar.
Las ventajas para la salud mental y física, la cognición, la habilidad para aprender e incluso para la productividad del contacto con la naturaleza están fuera de duda. En 1984, en uno de los más tempranos y llamativos estudios, el investigador Roger Ulrich observó cómo los pacientes que se estaban recuperando de una operación quirúrgica de vesícula en un hospital de Pensilvania (EEUU) recibían el alta un día antes, y pedían menos analgésicos para el dolor, si desde la ventana de su habitación veían unos árboles, frente a aquellos que sólo podían contemplar una pared.
How trees calm us down: http://t.co/yR1vhtMwOy pic.twitter.com/sg9gD7AvNk
— The New Yorker (@NewYorker) julio 25, 2015
Cómo los árboles nos calman, en New Yorker.
¿Curan los árboles? “Si alguien te da a elegir entre 10.000 dólares o diez árboles, escoge los árboles”, resume el artículo que dedica al asunto la revista New Yorker, titulado Cómo nos calman los árboles. La comparación monetaria no es en balde. Es la que hacen los autores de un estudio reciente elaborado en Toronto (Canadá) que muestra cómo los barrios con árboles son más saludables. Concretamente, tener diez o más árboles en el vecindario mejora la percepción de la salud de forma comparable a como lo haría disponer de 10.000 dólares extra (la percepción de la salud es un factor subjetivo, pero los autores señalan que correlaciona fuertemente con las medidas objetivas de salud). “La gente ha descuidado las ventajas psicológicas del medio ambiente para la psique”, señala Marc Berman, psicólogo de la Universidad de Chicago y director del estudio.
Para elaborar este trabajo, los investigadores utilizaron dos grandes bases de datos. Por un lado, un gran registro donde figuran los árboles municipales de la ciudad de Toronto, incluida su localización, especie e incluso diámetro y, por otro, la base de datos sobre el estado de salud de más de 30.000 residentes en la ciudad canadiense.
“La naturaleza, la vegetación y el agua tienen una influencia poderosa en la reducción del estrés”, señala a Verne José Antonio Corraliza, catedrático de psicología ambiental de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM). “El estrés no es malo en la vida. Nos permite hacer frente a los retos. El problema es estar estresado durante mucho tiempo. Y la naturaleza nos ayuda a reducir el tiempo de estrés”.
No sólo el estrés. También restaura la atención, de la que estos días andamos escasos. La ciudad, con su fuente casi infinita de reclamos, satura nuestra capacidad de atención, que es limitada, y llega un momento en que nos bloqueamos. “Es como si sacásemos un paraguas para defenderos de estímulos no deseados”, señala Corraliza. “La naturaleza nos ayuda a recuperar el equilibrio. Es un potente inductor de estados de bienestar”.
Se sabe que la falta de acceso a los espacios verdes redunda en mayores problemas psicológicos. ¿Pero cuál es el mecanismo que hace que una visita al parque altere el estado de ánimo? Esto es lo que se lanzó a estudiar Gregory Bratman, de la Universidad de Stanford, en California. En un estudio anterior, Bratman ya había mostrado cómo los voluntarios que caminaban por una zona verde del campus se mostraban más atentos y felices que aquellos que lo hacían, durante un tiempo equivalente, en una zona con tráfico denso.
En un nuevo estudio, publicado en julio, Bratman examina los mecanismos neurológicos que se producen cuando estamos en la naturaleza. Concretamente, se propuso estudiar el efecto de un paseo en la tendencia de las personas a rumiar las cosas, ese estado mental en el que no paramos de pensar en todo lo que puede ir mal, como un disco rayado. Los que pasearon por zonas de tráfico denso no se habían tranquilizado, y los escáneres mostraron más flujo sanguíneo en la zona del cerebro asociada con el proceso de rumiar excesivamente. Por el contrario, los voluntarios que habían paseado por el campo sí mostraron pequeñas mejoras en su salud mental, y las zonas de su cerebro implicadas en ese proceso registraban menor actividad. “Salir a la naturaleza podría ser una forma fácil y casi inmediata de mejorar el estado de ánimo para los urbanitas”, resume Bratman.
El documental Vuelve a jugar arroja información bastante escalofriante sobre las costumbres de los niños en Estados Unidos: pasan un 90 por ciento del tiempo en espacios cerrados, y entre 7 y 11 horas delante de todo tipo de pantallas. Sus experiencias, como ocurre con los adultos, son cada vez son más virtuales que reales.
El documental Vuelve a jugar arroja información bastante escalofriante sobre las costumbres de los niños en Estados Unidos: pasan un 90 por ciento del tiempo en espacios cerrados, y entre siete y once horas delante de todo tipo de pantallas. Sus experiencias, como ocurre con los adultos, son cada vez son más virtuales que reales.
“Las pruebas científicas que relacionan las experiencias en la naturaleza con una mejor salud emocional se están expandiendo”, señaló a Verne Richard Louv, autor del superventas Los últimos niños en los bosques: salvar a nuestros hijos del trastorno de déficit de naturaleza. “Ya estamos observando el impacto de estos descubrimientos en el ámbito de la salud mental. Ya hay métodos de terapia basada en la naturaleza, como la terapia con animales, horticultura o eco-psicología, y se está viendo su éxito con pacientes que no habían respondido a otros tratamientos”.
Preocupado por la creciente desconexión con la tierra –en 2008, por primera vez en la historia, había más gente viviendo en las ciudades que en el campo– Louv acuñó el término trastorno por déficit de naturaleza para referirse a la hiperactividad u obesidad que a menudo aparecen cuando los niños pierden esa conexión fundamental. La adicción a las pantallas empieza bien pronto, y supone que haya un montón de energía bloqueando nuestros sentidos. “Esto, para mí, es la definición de estar menos vivos. No creo que nadie quiera que sus hijos estén menos vivos”, señala el escritor. “Cuando más se apoye la educación de los niños en la tecnología, más naturaleza necesitarán”, dice Louv, que apuesta por lo que califica de “mente híbrida”, una que se maneje bien tanto en el mundo natural como en el de la tecnología.
En sus investigaciones con niños, los investigadores de la UAM muestran cómo la cercanía con la naturaleza aumenta la capacidad de afrontar fenómenos estresantes en la vida de los pequeños. Es lo que se conoce como el “efecto moderador” de la naturaleza, que también se da con los adultos. En otro estudio diferente, un grupo de voluntarios corrió en una cinta mecánica durante diez minutos, de forma que aumentó sus constantes fisiológicas como la tasa cardíaca. Los investigadores colocaron electrodos para medir estas constantes y los dividieron en tres grupos. Mientras se recuperaban, unos contemplaban imágenes de naturaleza, otros calles peatonales tranquilas y otros imágenes de tráfico denso. “El grupo que contemplaba las escenas de naturaleza recuperó las pulsaciones y demás constantes en la mitad de tiempo”, apunta Corraliza.
Esto no significa que el mero hecho de vivir en el campo le vaya a hacer a uno más feliz. “La naturaleza tiene efectos positivos cuando hay un daño causado por la ausencia de contacto”, señala Corraliza, que apunta que el entorno rural puede ser también estresante por lo opuesto: la ausencia de estímulos, relaciones sociales y horizontes.
No hace falta, en cualquier caso, salir al bosque. Los espacios verdes de la ciudad aportan “experiencias micro-restauradoras. El verde urbano no es un adorno. Es un elemento clave para el bienestar”, apunta el experto. De hecho, en sus investigaciones en plazas de Madrid, Corraliza y su equipo observaron que las plazas con más vegetación son las preferidas de los vecinos porque tienen mayor capacidad de restauración psicológica, no porque sean más bonitas.
¿Somos conscientes, en general, de este poder restaurativo? Corraliza se refiere a un “analfabetismo natural”, que no tiene que ver con saberse de memoria el nombre de los pájaros del lugar sino con la capacidad de disfrutar del entorno. No se trata tanto de programar en las escuelas una actividad de contacto con la naturaleza, sostiene Corraliza, sino de practicarlo. Tal y como hacía el entrañable maestro (interpretado por Fernando Fernán Gómez) en la película La Lengua de las Mariposas, que recordaba a sus alumnos que “la naturaleza es el espectáculo más sorprendente que puede mirar el hombre”. Solo hace falta detenerse unos momentos a contemplarla.
* También puedes seguirnos en Instagram y Flipboard. ¡No te pierdas lo mejor de Verne!