En São Paulo, la ciudad más grande de América Latina y una de las mayores concentraciones de rascacielos y atascos del mundo, es difícil encontrar dos opiniones iguales pero casi todo el mundo coincide en defender los grafitis. Hace poco llegó la marea gris y los colores que conformaban el mayor mural de grafitis al aire libre de Latinoamérica empezaron a desaparecer.
La marea gris es como muchos paulistanos han comenzado a referirse a la mañana de enero en la que el nuevo alcalde, el empresario millonario João Doria Jr., volvió a pintar de ese color las paredes de la Avenida 23 de Mayo, en el centro de la ciudad. El mural contaba con obras de artistas valorados en Brasil como Cobra o Mauro Sergio Neri da Silva. Era la niña de los ojos de los partidarios del arte callejero de la ciudad.
La acción no solo la firmaba Doria, sino que la realizó él mismo. El recién inaugurado alcalde se enfundó un uniforme de limpieza del ayuntamiento y colaboró, ante la prensa, pintando de gris algunas obras. Luego se relamió: “He pintado con enorme placer tres veces más de área de lo que tenía previsto, para demostrar el repudio de la ciudad a los pichadores”.
Miles de defensores del arte callejero declararon en redes sociales que aquello les parecía una pesadilla. Doria no solo le había declarado la guerra al grafiti sagrado (el proyecto sí respeta cierta cantidad de arte urbano), sino que se había centrado en el pichador, un tipo de grafitero que busca, más que componer imágenes, marcar edificios o muros o grafitis de otros con unos trazos negros característicos.
La pichação es tan típica de São Paulo como las autoridades que castigan a quienes la practican y a ambos bandos les mueve lo mismo, en opinión de Alexandre Barbosa Pereira, antropólogo de la Universidad Federal de São Paulo y especialista en el tema: “[La pichação] ofrece visibilidad y proyección social al joven de las afueras de la ciudad, que decide ocupar el centro de la urbe”.
Para algunos paulistanos, las pinturas callejeras son la única alternativa a vivir en una ciudad de color cemento armado. Otros las defienden porque así al menos se recuerda que aquí hay vida más allá de las sedes de multinacionales; que aunque en esta urbe de desigualdad los más poderosos hayan levantado kilómetros de edificios brutalistas, los de abajo también puede aportar algo al paisaje.
La iniciativa del alcalde fue interpretada por muchos de la misma manera: como la de un millonario que, empeñado en resolver los problemas de los pobres, se había enemistado con la facción más visible pero inofensiva de la clase baja. Comenzó así una guerra fría.
Los muros recién pintados de la 23 de Mayo amanecieron al día siguiente llenos de pichos criticando a Doria. El ayuntamiento volvió a pintarlo todo de gris. Pero en los días siguientes por la ciudad comenzaron a verse pintadas directamente contra el alcalde. Una, más amable que las demás, decía “Doria, el picho es arte”. La hizo RGS/BR (nombre ficticio), un joven de 25 años con miedo a que el discurso de tolerancia cero de Doria hiciese que la policía “sea más violenta con los pichadores, ya que sentirán que tienen el aval de los gobernantes”. RGS/BR recordó que hace unos tres años varios policías fueron acusados de matar a dos pichadores.
Barbosa Pereira sospecha que la iniciativa del alcalde no es la más efectiva. “El picho opera bajo la idea de que ser perseguido es una proeza. El que Doria diga que va a ir a por los pichadores puede servir de atractivo para que los jóvenes pinten aún más”.
En los siguientes días, sin embargo, la tensión se ha ido rebajando. El concejal de Cultura dijo que la 23 de Mayo había quedado “demasiado gris”. Más tarde, Doria anunció que liberaría paredes públicas y privadas cada tres meses para la creación de nuevos grafitis y que remuneraría a los artistas. No se ha vuelto a pintar una pared de gris. Los caóticos dibujos siguen ahí, tan característicos para los que viven aquí como lo es una cabina de teléfono en Londres. Es difícil encontrar un paulistano que no los defienda.
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