Mi segundo embarazo transcurría con normalidad, como había ocurrido con el primero, hasta que a las 28 semanas se precipitó todo. El pasado 8 de enero empecé a perder líquido amniótico y, a las pocas horas, casi sin tiempo para mentalizarme, me estaban practicando una cesárea de urgencia en el Hospital San Pedro de Alcántara de Cáceres.
El parto fue verdaderamente complicado, ya que nuestro pequeño sufría prolapso de cordón. Pero esa solo fue la primera de nuestras complicaciones: Juan había llegado al mundo tres meses antes de lo previsto, por lo que las semanas siguientes resultarían claves para que saliera adelante.
Juan nació con 980 gramos y 35 centímetros. Se le veía tan frágil... y hasta que tuvo 20 días yo no pude cogerle en brazos, sentir su piel contra la mía, besarle. Por suerte, sus órganos siguieron desarrollándose con normalidad, y 40 días después de haber nacido, logró salir de la Unidad de Cuidados Intensivos.
Justo al día siguiente de su nacimiento, se me había acercado una enfermera, y me dijo que debía empezar a estimularme los pechos, con las manos y con el sacaleches, para extraerme leche materna. La enfermera me explicó que la leche materna es, por todas sus propiedades, especialmente importante para el desarrollo de los bebés prematuros y con poco peso.
Esta necesidad de los bebés choca con un problema. Y es que, después de un parto prematuro, el organismo de las mamás no siempre está preparado para producir leche. Además, al estar sometidas a mucho estrés, en caso de que su organismo lo permita, la producción suele ser escasa.
Sin embargo, en mi caso, no hubo ningún problema. Más bien al contrario: empecé a producir una cantidad insospechada de leche. No hay una sola causa que explique por qué unas madres dan más leche que otras, ya que influyen muchos factores, tanto fisiológicos como psicológicos. Cada dos horas, incluyendo las noches, yo me veía en la necesidad de sacármela. Calculo que, en las primeras semanas, me sacaba unos tres litros diarios, mucho más de lo que necesitaba mi pequeño Juan.
Como su estómago todavía no se encontraba plenamente desarrollado, era incapaz de ingerir la leche al mismo ritmo con que yo me la iba sacando. Para que no se echara a perder, empecé a conservarla en la nevera (donde aguanta unos dos días) y en el congelador (donde puede aguantar entre tres y nueve meses, en función del aparato). Quería tener mucha leche almacenada por si, en algún momento, yo dejaba de producirla y Juan la seguía necesitando.
Con el paso de los días, mi cocina se llenó de tuppers. Por suerte, conversando con una mamá en la unidad de neonatos del hospital San Pedro de Alcántara, encontré una salida estupenda.
Las unidades de neonatos de los hospitales son lugares durísimos, pero también son muy bellos. Además de un magnífico equipo de médicos y enfermeras -siempre estaré agradecido a Raquel y a Rafa, entre tantos otros-, ahí nos juntamos muchas mamás en un momento complicado, lo que despierta un lazo fortísimo entre nosotras.
En esa unidad, la mamá de Pedro -otro bebé prematuro que había nacido tres días antes que Juan-, me comentó que las existencias en el banco de leche materna eran muy escasas. Y que, como a ella no le salía leche, acabarían dando leche de fórmula a su pequeño. Recordemos que, según el equipo médico del hospital, la leche materna era importante para el desarrollo de los prematuros.
Casi sin pensarlo, me acerqué a una doctora y le dije:
-¿Cómo puedo donar leche materna?
-Mira, tu pequeño Juan también está en una situación delicada, así que igual te conviene conservar la leche.
-De verdad, pero es que tengo mucha almacenada.
-Ya, pero es que tú podrías dejar de producirla en cualquier momento.
Entonces recurrí a un argumento infalible: le enseñé las fotografías de mi congelador, con todos los tuppers acumulados.
También le expliqué que me había tenido que comprar un congelador nuevo exclusivamente para almacenar leche. Y que no pensaba comprarme otro congelador, por lo que, si no la donaba, una buena cantidad de leche se perdería por el desagüe.
Ahora sí, a la doctora le cambió la cara. Me invitó a que cumpliera los trámites para convertirme en donante de leche materna. Personalmente, creo que mucha gente desconoce la posibilidad de donarla. Yo sí que había oído hablar de los bancos de leche, pero no era consciente del favor tan enorme que suponen para algunos bebés y sus mamás.
Después de rellenar el formulario y hacerme una analítica, que son los requisitos precisos para convertirse en donante, una persona del banco de leche materna de Mérida se acercó hasta mi casa para llevarse la leche almacenada. Jamás olvidaré su rostro al encontrarse con los 144 tuppers que le esperaban.
Hasta ahora, he donado 58,2 litros de leche materna, que no está mal si tenemos en cuenta que me di de alta como donante el 24 de febrero. En el banco de leche de Mérida, la donación media por mamá fue de 4,9 litros en 2016. Y en 2012 una mujer entró en el récord Guinness por haber donado 330 litros de leche a un banco estadounidense.
En el fondo, la cantidad es lo de menos. Lo verdaderamente importante es que estoy ayudando a muchas familias en una situación complicada. Últimamente mis donaciones han disminuido, porque Juan ha crecido y ahora consume más leche. Pero pienso seguir donando todo lo que pueda. Porque deseo que todas las familias de la unidad de neonatos puedan experimentar lo mismo que yo experimenté la semana pasada: volver a casa con mi hijo en brazos, sano y salvo.
Texto redactado por Álvaro Llorca a partir de entrevistas con Isabel Rico.
* También puedes seguirnos en Instagram y Flipboard. ¡No te pierdas lo mejor de Verne!