Soy celíaco, mi novia es vegana y cualquier broma que estés pensando ya nos la han hecho

Ser celíaco cuesta dinero. Ser vegano, esfuerzo

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Miguel Núñez (celiaco) y Laura (vegana), en una imagen cedida por ellos
Miguel Núñez (celiaco) y Laura (vegana), en una imagen cedida por ellos

La misma noche en la que besé a mi pareja por primera vez también le hice una penosa advertencia: “Nosotros nunca vamos a cenar juntos”. La historia acaba bien, ahora vivimos con tres gatos y echamos la Primitiva para ver si podemos dar la entrada para un piso, pero aquella frase tan rotunda tenía una explicación que va más allá de no ser un gran seductor.

Yo soy celíaco. Tengo 28 años y lo soy desde que tenía solo dos. Pertenezco a la vieja escuela de la intolerancia al gluten, de los que de pequeño sólo podían comprar pan asqueroso en algunos herbolarios (he visto bollos que jamás creeríais). Para mí, hasta aquella noche, un vegano era alguien bastante estúpido que, teniendo la oportunidad que otros no tenemos de poder comer de todo, decide no hacerlo. Me equivocaba.

Mi novia, Laura, tiene 29 años y es vegana, pero no vegana de abrazar a la madre tierra, la homeopatía y esperar que la gente le dé palmaditas en la espalda por serlo. Ella es vegana por motivos políticos. Es vegana únicamente por los animales. Defiende que los estamos masacrando y que es necesaria su liberación. Defiende que te quejas mucho de los toros en las plazas pero bien que te comes las vacas en tu plato. Y cree que, como cualquier otra opresión, para defenderla, tienes que tomar partido, y el veganismo es el primer paso para luchar por ellos.

Evidentemente yo incumplí aquella advertencia y cenamos juntos muchas veces. Al principio sin tener muy claro los sitios que nos venían bien a los dos. En una ocasión le quitamos tantos ingredientes a los platos que íbamos pidiendo que la camarera empezó a mirarnos muy raro. Con tono jocoso puntualicé nuestras intolerancias, a lo que ella no pudo reprimir un “pues vaya plan”. Un golpe duro para nosotros. No hubo propina para ella.

Con el tiempo fuimos acoplándonos en esto de cenar juntos. Eso, sumado a la ventaja de vivir en Madrid, nos ha permitido poder encontrar restaurantes y sitios de comida a domicilio de casi cualquier capricho celíaco o vegano que nos queramos dar. Y eso te lo debemos a ti, Google. Gracias.

Entraron en juego nuestros amigos. Era cuestión de tiempo. Son de grupos diferentes pero todos tienen un gran sentido del humor. Supieron ver que una relación entre un celíaco y una vegana era un diamante de comedia en bruto que necesitaba ser pulido a chistes. Primero fueron cautelosos con las bromas, pero pronto supieron que podrían desplegar todo su arte. El repertorio es amplio: chascarrillos bertinosbornianos tipo “¿y qué coméis juntos? ¿agua?”; ofrecernos muy serios la tapa de pan con chorizo que saben que ninguno podemos comer; desearnos una boda maravillosa en la que ellos pedirán comida china antes del convite, o preguntar “¿los raros vienen?” cuando se organiza una comida por el grupo de WhatsApp, entre otras muchas.

La relación fue consolidándose y decidimos irnos a vivir juntos. Compartir mucho más tiempo nos ha permitido estar siempre presente cuando al otro le hacen las mismas preguntas sobre su dieta, por lo que ella ya sabe contestar por mí el mítico “¿qué pasa si te comes este trozo de pan?” y yo sé responder por ella al clásico “el huevo y la leche, ¿por qué? Si ahí no se mata a ningún animal”.

En casa, a pesar de nuestra particular alimentación, somos como cualquier otra pareja: tenemos una Poang de Ikea en el salón, vemos las galas de OT e invitamos a gente a comer a nuestra casa. Es cierto que al principio desconfían, pero si la cena sale mala, no es tanto por los alimentos que hemos usado como por que no somos unos grandes cocineros.

“¡Pero cómo vais a invitar a cenar si no podéis comer de nada!”, estarás pensando, querido lector. Y entiendo que ese sea tu primer pensamiento, porque también fue el mío. Pero no es así. 

Cuando se vacía la nevera vamos a hacer la compra a un hipermercado, como todo hijo de vecino. Allí encontramos casi de todo. Primero buscamos las cosas que comemos los dos, como fruta, verduras, legumbres, etc., y después nos centramos en las específicas de cada uno. El carro acaba con una miscelánea propia de una confluencia de izquierdas: el queso vegano y el tofu se entrelazan con la cerveza y las galletas sin gluten. El pan sin gluten mira fijamente al seitán, hecho precisamente de gluten de trigo, como Superman mira a la kriptonita. Algunas veces hay estrellas invitadas, rara avis que pocas veces se encuentran, como el paté de aceituna y la salsa de soja sin gluten, productos que podemos comer los dos.

Al pasar por caja pagamos a medias, pero yo soy el que encarece la compra. Los productos sin gluten son, en muchos casos, 4 o 5 veces más caros. Por el contrario, los productos específicos para veganos siempre son de menor coste que el equivalente en carne, pescado, queso o huevos. Ser celíaco cuesta dinero. Ser vegano, esfuerzo.

Como el ocio solo lo frena el dinero, también viajamos cuando podemos. La gente suele pensar que por ir al extranjero vas a tener automáticamente el tema de la comida mucho más difícil, y la mayoría de veces no es así. Muchas ciudades de Europa, por ejemplo, van por delante de nosotros en cuanto a opciones para celíacos y veganos en restaurantes o supermercados. Solo hay que ser un poco previsor y buscar antes en Google los sitios que pueden ser interesantes.

Así que, querido lector, si por principios o porque las vellosidades intestinales de tu estómago se atrofian, eres de esas personas que hace una dieta diferente, no dudes ni un segundo en enamorarte de alguien que también la haga. Nunca te volverás a sentir incómodo al pararte a leer las etiquetas de los alimentos ni al preguntar demasiadas cosas al camarero. Os protegeréis de los peligros de la contaminación cruzada y os alegraréis cuando el otro encuentre un plato que no suele poder comer, porque sabéis exactamente lo que se siente.

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