Siento estropear el chiste, pero lo de almóndiga no es como nos lo han contado:
Influencer tú? Influencer mi abuela. 80 años diciendo almóndiga y ha convencido hasta a la RAE.
— Cachopo De Menta (@cachopodementa) 11 de enero de 2017
Aunque son mensajes con mucha gracia, la verdad es que la pobre almóndiga ni acaba de ser admitida por la RAE ni se considera correcta en español. Sea posverdad o leyenda, en torno a la almóndiga hay una serie de creencias que podemos desmontar. Por eso, vamos a hacer todo un “equipo de investigación” (pronuncia esto con voz intensita) sobre el tema para llegar al núcleo de la almóndiga española.
Albóndigas (y almóndigas) hay secularmente en la historia de nuestra lengua. La albóndiga es un sustento tradicional de la gastronomía hispánica, y por eso, encontramos la palabra usada en textos bien antiguos. Enrique de Villena en un tratado sobre protocolo de la comida en la corte (Arte cisoria, 1423) escribía que las palomas “se tajan como la perdiz” y se podían comer “partidas o menudas en albóndigas”. La forma almóndiga también se documenta, aunque mucho menos, en la historia del español. Así, dice un texto del siglo XVII que un gobernador “quiso cenasen los embajadores (...) sacando un plato a la española de almondiguillas y otro de gigote” (Comentarios del desengañado de sí mismo de Diego Duque de Estrada).
Lo definitorio de la albóndiga es su forma de bola, que está en la propia raíz de la palabra. Albóndiga deriva del árabe búnduqa que signica ‘bola, bolita’; con la sílaba al- que está al principio como herencia del artículo árabe. Con ese mismo artículo se ha fijado la bola venida del árabe en otras lenguas de la península: en portugués se la llama almôndega, en catalán, junto con otros nombres, se las puede llamar mandonguilles y en eusquera (además de la forma estándar haragi bola o bola de carne) conviven parientes de nuestra almóndiga como almandongilla, amandongilla, a(l)mondrongilla o almandrongila. Si te fijas, en esas otras lenguas peninsulares ha triunfado la eme y no la be para este rico guiso de carne.
No es nada extraño ese cambio del sonido que escribimos con be o con uve hacia eme: pasaba ya en latín, cuando los gramáticos insistían en que había que decir globus y non glomus. Pasaba en castellano antiguo, donde (del latín vimen) decían vimbre y también mimbre, variante esta que terminó triunfando. Hay más ejemplos: a la planta del cannabum (latín cannabis) la hemos convertido en cáñamo, con eme y no en cáñabo, pese a su étimo. Y con perdón, porque estamos hablando de albóndigas, pero las boñigas también se las llama moñigas en español actual. No hay que llevarse las manos a la cabeza, pues, porque un sonido como el que escribimos con be o uve (técnicamente, un sonido labial) se “bese en la boca” con un sonido bilabial (el de la eme) hasta confundirse ambos.
La génesis de la variante almóndiga no es, pues, nada caprichosa. Y tampoco es reciente su inclusión en los diccionarios: esa es una parte de la leyenda almóndiga que debemos desmontar. Por ser un elemento común en la comida española, la palabra albóndiga entró sin demasiada dificultad en los diccionarios antiguos del español. El Diccionario de autoridades (1726-1739), primero que publicó la Real Academia, daba incluso detalles de la receta (“Guisado compuesto de carne picada, huevos y especias con que se sazona, mezclándose todo en forma redonda”)... y en ese mismo diccionario del XVIII estaba ya la palabra almóndiga:
#RAEconsultas «Almóndiga» es variante antigua, presente en el diccionario académico desde 1726. En la actual edición, se marca como vulgar, pues hoy tiene esa consideración y la única forma válida en la lengua culta es «albóndiga».
— RAE (@RAEinforma) 20 de febrero de 2018
En concreto, en ese primer diccionario de la Academia de 1726 aparecían junto a albóndiga, almóndiga y almondiguilla. De almóndiga se decía: “algunos pronuncian almóndiga, corrompiendo su origen sin bastante fundamento” y para almondiguilla se manifestaba un juicio similar. De hecho, todos los diccionarios posteriores que ha sacado la Academia han mantenido la inclusión de almóndiga entre sus páginas, pero en todos los casos, remitiendo para su definición a albóndiga y añadiendo un aviso (lo que técnicamente se llama marca) de que la forma con eme se considera vulgar y desusada.
¿Y si es vulgar o se usa poco por qué está en el Diccionario? Porque, posiblemente, lo que no entendemos es qué es y para qué sirve un diccionario; que esté la palabra no significa que te recomienden usarla. Los diccionarios no incluyen solo las formas que consideramos prestigiosas sino también otras que están marcadas por ser restringidas, por ejemplo, porque están en desuso, se limitan a una zona hispanohablante o tienen un empleo restringido a determinados contextos muy formales o muy informales. Podríamos crear un diccionario solo de formas estándares, correctas, sin marcas. Y entonces podríamos quitar almóndiga. Pero también prescindiríamos de ansina, cuantimás, endespués, dotor, esparramar, menucia... y cientos de palabras que figuran en el Diccionario de la RAE con marca de vulgar. Y además de eso, tendríamos un grave problema con aquellas palabras que están marcadas en una zona hispanohablante y no en otra: ¿eliminamos coger? Tampoco incluyen los diccionarios del español todas las palabras que usamos en el idioma, pero no por ello dejan de existir esas palabras. Si se emplean, se entienden y comunican: existen, aunque no estén en el diccionario. “Las gatas de Ricardo son achuchables”: ¿entiendes achuchable? Pues entonces existe, aunque no esté en el diccionario por ser un derivado de achuchar, que sí está.
Quitando almóndiga y otras formas en variación similares perderíamos mucha información sobre la heterogeneidad del español y haríamos del diccionario un texto inútil para hablantes de español como segunda lengua que podrían acudir a sus páginas para consultar el significado de estas voces. En cierta medida el diccionario es cementerio, es barrio rojo y es descampado: recoge palabras muertas, palabras marcadas como poco apropiadas para según qué contextos y palabras que solo usan una parte de los que hablamos español.
A los filólogos nos sorprende mucho que los hablantes prefieran un diccionario castigador que excluyera almóndiga de otro que la incluye avisando de que es mejor que uses esta palabra oralmente cuando preparas almóndigas en tu cocina y no cuando las anuncias por escrito en la pizarra de tu bar. Con todo, tanto discutir entre estas dos variantes nos está alejando del asunto principal que España debe dirimir: ¿en qué bar de este país sirven las mejores albóndigas?
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