Septiembre y la destrucción de las imágenes

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La Matrioska activa el modo veraniego. Hemos invitado a varias autoras a que os escriban las cartas de las últimas semanas, en las que hay reflexiones, relatos, autoficción y más sorpresas y compañía, tanto para las que están en la piscina como para las que languidecen en el sofá con las ventanas cerradas a cal y canto. Todo, con un hilo conductor: ️☀️EL VERANO🌊

Esta newsletter está escrita por Rosa Berbel (@rosaberbel_)

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El final del verano no depende del calendario sino de la caída de los símbolos. El verano –el verano posible, no el cronológico– termina cuando mueren sus imágenes: sombrillas de colores en la playa, amores transitorios o esa mitología de infancia y de verbena. Lo que viene después son solo días accidentales, es decir paisaje. Ni siquiera es necesaria la experiencia directa de sus símbolos, porque agosto despliega en nuestra mente un abanico amplio de recuerdos de otros. Puede reconocerse lejos de la playa, al margen de la fiesta, de romances y pueblos, porque ante todo es un idioma común, una retórica. Y aunque el abanico –el abanico ajeno– no nos pertenezca, aunque se sienta impropio o violento o de otros días, disimula el calor y lo hace habitable.

Es julio de 2009 y la sierra almeriense está ardiendo. Mientras el fuego se expande sin control, paso con mi familia unos días en la costa. Las cenizas caen sobre la arena como confeti negro, se pegan a la ropa y las paredes y, cuando las tocamos, dejan mancha. La experiencia es novedosa en lo particular, aunque repetitiva en lo común; tengo doce años y es la primera vez que soy consciente del calor y sus peligros, un calor sofocante y nebuloso que nos impide ver la playa.

El incendio arrasó miles de hectáreas durante aquellos días, como miles de hectáreas más en otros bosques a lo largo del verano, pero nosotros no abandonamos la zona. Tampoco los demás. Permanecer allí, en los hoteles, bajo ese cielo feo y apocalíptico, era la única opción que contemplábamos. La idea de las vacaciones seguía siendo la de antes: la mañana en la playa y la tarde en la piscina, con alguna mirada al monte por inercia. No era un acto de fe o de resistencia; pienso, por ejemplo, en esas historias de vecinos que, a pesar de las llamas, o en respuesta, se niegan a abandonar sus casas. Nada parecido. Era una forma más, una entre tantas, de dejarse arrastrar por el contexto.

Las vacaciones tienen mucho de teatro: yo no soy yo sino otra en otro mundo, a quien únicamente se le es permitido comunicarse dentro de los límites de la representación. A veces solo podemos situarnos desde fuera, desde fuera del marco, pero incluso así sabemos que nuestro horizonte es el de la escena y que lo cotidiano –lo real– forma parte de otra vida. Aunque el incendio estuviera a unos pocos kilómetros, aunque desde el hotel solo se vieran tierra y humo y polvo, como en el poema, el código de nuestras vacaciones nos impedía pasar al otro lado. Claro que el fuego no era una cuestión trivial ni rutinaria, pero aceptábamos que nuestro rol solo podría ser contemplativo, que sería pasivo o no sería, como quien asiste a la erupción de un volcán frente a la tele. El que veranea está en otra dimensión, entretenido mientras reproduce los esquemas del verano, su ficción y su mood.

Pero los símbolos caen. La muerte del verano es iconoclasta. Estos meses podrían ser los últimos del año por su transformación radical de las imágenes. Y aunque el final de las vacaciones siempre haya sido un gesto político, un gesto de violencia radical, creo que nuestra tristeza encubre ahora otras cosas, en esta encrucijada de septiembre: no solo el deseo de abolir el trabajo, sino también otro tipo de terror primitivo. No es solo un rechazo a las formas de producción capitalistas, sino también a sus formas de destrucción (¿hay alguna diferencia?). Nuestra precariedad material lo es también de las imágenes, de la posibilidad de las imágenes, y de lo difícil que es mantener las postales de verano –el amor y la playa y la verbena– mientras el bosque arde.

Lejos de mí la voz apocalíptica, o al menos no demasiado cerca, o no demasiado ruidosa, pero las vacaciones son cada vez menos canción pop y cada vez más ficción climática. La imagen es otra y el sonido también, o muy imperceptible o muy impertinente. La nostalgia por el verano apenas tiene ya que ver con el pasado, sino con la verdad sobre el futuro. Siento que no me apenan los veranos vividos, en un sentido individual o imaginario, o la pérdida de la euforia infantil ante el final de curso, sino la negación de los veranos futuros; me aterra la conciencia de que el verano sea pronto, y cada vez más cerca, un lugar irrespirable.

De vuelta –figurada– en 2009, mientras paso los días remojándome los pies y oliendo a quemado, me pregunto si las salidas de emergencia tienen que ver con depurar las imágenes para que obvien el colapso o con agarrarse al presente como si el modo-ocio fuera a ser siempre el mismo. La ficción tiene mucho que hacer en ambos casos, que forman una especie de tiempo de descuento: el tiempo de la regeneración y el tiempo de la melancolía. Pero imaginar un relato de disfrute, una fantasía impermeable a todo lo que puede aguar la fiesta, hace imposible la comunicación. Y seguir instalado en las imágenes, en la escenografía del verano, también. Me pregunto, mientras paso de nuevo los días en la playa restregando muy fuerte las manchas de ceniza, si es posible apagar todos los fuegos sin haber alumbrado imágenes distintas, otras imágenes en las que el verano sea hermoso y confortable como siempre, pero más sostenible en su alegría. Cruzar al otro lado, pienso, el de los gestos cotidianos y la vida real y los peligros, igual consiste en algo parecido a habitar las vacaciones con los ojos abiertos, o en mirar otras cosas. Quiero decir desnudos, enamorados, cursis y con musiquilla suave de fondo, pero cruzando el patio a toda prisa cuando la lluvia amenaza con empapar la ropa.

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