Voy a comenzar con uno de los chistes más viejos que conozco:
El peluquero pregunta: “¿Cómo quiere que le corte el pelo?”. Y el cliente contesta: “En silencio”.
Es muy posible que lo hayas oído antes. Quizás lo viste en Twitter: son muchos quienes lo han publicado en esta red social. Pero es viejo. Muy viejo. Tiene, como mínimo, unos 1.600 años.
El chiste forma parte del Philogelos, que se puede traducir como “el amante de la risa” y que es una antología de 265 chistes reunidos en un manuscrito del siglo IV o V.
Está en griego, pero, como explica la historiadora Mary Beard, premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, en Laughter in Ancient Rome, se trata de un texto romano, con referencias a “sitios y culturas del Mediterráneo” y “referencias veladas a personajes del final de la república y el inicio del imperio”. Algunos de los chistes son incluso anteriores.
Según Beard, Roma y (en parte) el Philogelos, suponen el nacimiento del chiste tal y como lo entendemos hoy en día. De hecho, algunas de las ocurrencias de este libro pueden “deslizarse fácilmente en las convenciones cómicas de nuestra era”.
Eso sí, tampoco podemos olvidar que “hace falta mucho ingenio para lograr (o forzar) una risa moderna”, como se puede comprobar echándole un vistazo a la edición completa online. El contexto cultural y el paso del tiempo no ayudan. Por ejemplo, este chiste sobre crucifixiones tiene hoy en día implicaciones diferentes, al estar la cruz cargada de connotaciones religiosas y al no encontrar tan gracioso el tema de la pena de muerte como hace unos cuantos siglos:
Un abderita ve a un atleta crucificado y dice: “Ya no corre, ahora vuela”.
Y eso por no hablar de los chistes de lechugas, que solo se entienden si sabemos que se consideraba que esta planta ayudaba a calmar los impulsos sexuales.
También hay que tener en cuenta que los chistes (en general) no están pensados para leerse. Cuando alguien nos cuenta uno, nos reímos más por el hecho de estar entre amigos, compartiendo una cerveza, que por la ocurrencia en sí, que suele tener un nivel justito. Todas las antologías de chistes resultan tediosas, como sabrá cualquiera que haya intentado leer una, sea moderna o clásica.
Y ahora que ya hemos dejado claro que no nos vamos a reír, echemos un vistazo a los chistes que se contaban los romanos.
¿Te he contado el del tipo con halitosis?
La mayoría de chistes están protagonizados por una galería de personajes recurrentes. Algunos de ellos siguen siendo objeto de risa en la actualidad, aunque nos parezca poco apropiado. Parece que algunos temas siempre dan para gracietas, como las relaciones, el sexo y la escatología. Hay chistes sobre esposas, por ejemplo:
Un tipo le dice a su amigo: “Anoche me acosté con tu mujer”. A lo que el amigo contesta: “Yo soy su marido y tengo que hacerlo, pero tú, ¿qué excusa tienes?”.
Por cierto, este chiste lo contaba el humorista estadounidense Milton Berle en pleno siglo XX, según recogen Jimmy Carr y Lucy Greeves en Only Joking.
También hay chistes de borrachos:
Un tipo está abroncando a un borracho porque pierde toda noción de la realidad cuando bebe más de la cuenta. A lo que el borracho le contesta, indignado: “Mira quién habla… El tipo que tiene dos cabezas”.
Los hay sobre abderitas, los leperos del imperio romano. De hecho, se trata del segundo grupo de chistes más numeroso, con 60 historias dedicadas a ellos o a los habitantes de Sidón y Cime, de fama similar.
Un abderita ve a un eunuco hablando con una mujer y le pregunta si es su esposa. El hombre le responde que es un eunuco y que no puede casarse. “Ah, entonces es tu hija”, le dice.
También hay chistes protagonizados por misóginos:
Un misógino está frente a la tumba de su mujer. Un desconocido le da el pésame: “¿Quién está descansando ahora?”. A lo que el misógino contesta: “Yo, ahora que por fin estoy solo”.
Y había chistes sobre halitosis, un asunto prácticamente olvidado en el repertorio de los cómicos de hoy en día. Estos chistes dan muestra de un pequeño drama por el que debían pasar a menudo los romanos:
Un hombre con mal aliento decide suicidarse. Así que se envuelve la cabeza hasta que se asfixia.
Hay incluso un chiste que a los británicos les recuerda al famoso sketch del loro muerto de Monty Python. Este es el sketch:
Y este es el chiste:
Un hombre acude al vendedor de esclavos y se queja de que uno de los que acaba de comprar se ha muerto, a lo que el vendedor responde: “¡Nunca hizo nada parecido cuando estaba conmigo!”.
El grupo más numeroso de chistes (103) es el protagonizado por los scholastikos, un término de difícil traducción en este contexto. Beard opta por egghead (intelectual, en tono despectivo), aunque otros prefieren estudiante tonto, pedante o incluso profesor despistado:
Un intelectual vio un pozo muy profundo en su región y preguntó si el agua estaba buena. El campesino le dijo que sí, que sus padres solían beber de ese pozo. El intelectual exclamó: “¡Qué largos debían ser sus cuellos si podían beber de un pozo tan profundo!”.
No se trata de chistes propiamente “de tontos”, sino de burlas a gente que usa un pensamiento tan lógico y tan correcto que llega al absurdo. Más ejemplos:
Un intelectual se cruza con un conocido y le pregunta: “¿Quién murió, tu hermano gemelo o tú?”.
Un intelectual se compra una casa y se asoma por la ventana para preguntar a los viandantes si le queda bien.
Un tipo se encuentra con un intelectual y le dice: “Anoche te vi en un sueño”. “Vaya -contesta el intelectual-, estaba tan ocupado que yo no te vi a ti”.
Pequeñas lecciones de antropología
Según recoge Beard, los chistes (en general) tienen éxito porque nos ayudan a ver nuestras vidas y nuestros prejuicios como si acabáramos de llegar de otro planeta. En este sentido, un cómico funciona en ocasiones como un antropólogo doméstico que pone de manifiesto los errores de lo que consideramos sentido común al hacernos dudar acerca del sentido que tienen estas ideas preconcebidas, más allá de la costumbre. Y, por este motivo, los chistes sobre intelectuales del Philogelos son los que mejor funcionan en la actualidad.
En uno de los chistes, por ejemplo, un intelectual se cruza con su médico y se disculpa por no haber estado enfermo en mucho tiempo, subrayando “lo extraño de nuestra relación con un hombre cuya prosperidad depende de nuestra enfermedad”.
También hay pequeños apuntes acerca de nuestra forma de percibir el mundo, como en el caso del pedante que decide aligerar su deuda de un millón y medio borrando el “y medio” del certificado de deuda.
Encontramos incluso reflexiones acerca de la fragilidad de nuestra identidad:
Un barbero, un calvo y un intelectual están de viaje. Acampan por la noche y hacen turnos para vigilar el equipaje. Durante su turno, el barbero se aburre y le afeita la cabeza al intelectual. Cuando el barbero le despierta para que siga él, el intelectual se toca la cabeza y dice: “Este tío es tonto: ha despertado al calvo en lugar de a mí”.
Los chistes también cuestionan convenciones sociales, jugando con los límites y significados de algunas categorías, como en el caso del intelectual que en mitad de la noche se mete en la cama de su abuela, hasta que su padre le descubre y le da una paliza: “Esto es injusto -dice el intelectual-. Tú te acuestas cada noche con mi madre y yo no te digo nada. En cambio, tú te enfadas por una vez que me acuesto con la tuya”.
No lo contéis en Navidad.
El origen del chiste moderno
Beard subraya que no se puede hablar de un “primer chiste de la historia”, ya que siempre ha habido comentarios graciosos, epigramas, fábulas e incluso pintadas en la pared. Pero el Philogelos muestra que en Roma nace el chiste tal y como lo entendemos hoy en día. Es decir, como una forma encapsulada de humor que funciona a modo de moneda social: “Intercambiamos chistes. Los contamos de forma competitiva. Para nosotros, también, son mercancías que tienen un valor y un origen”.
Y esto ocurría más en Roma que en la Grecia clásica. El hecho de que los chistes se recogieran en manuscritos, se compraran, se vendieran y se intercambiaran, muestra que estas historietas no eran ni transgresoras ni excepcionales, sino que formaban parte de la cultura romana. Y el hecho de que se copiaran sin mencionar al autor muestra que formaban parte de una tradición oral: los romanos se contaban chistes de forma habitual y tanto sus autores como sus protagonistas eran anónimos.
Esto está cambiando de nuevo, como explican Carr y Greeves en Only Joking. Los chistes pocas veces se ponían por escrito y cuando se hacía, ya fuera en el Philogelos o en los "libros de facecias" que se empiezan a recoger a partir del siglo XV, ya nadie recordaba quién era su autor. “Incluso en los años 50 y 60 se veía como perfectamente normal que los cómicos robaran chistes y rutinas enteras de otros humoristas”. En cambio, hoy en día es casi peor robar un chiste que no ser gracioso, como se puede ver por las polémicas acusaciones a Dane Cook y, más recientemente, a Amy Schumer, por ejemplo.
Con la llegada de la televisión y con los primeros discos y cassettes de chistes y monólogos, se empieza a identificar a los autores de estas ocurrencias, sobre todo en el caso de humoristas con una personalidad muy marcada. Nadie le robaría un chiste a Woody Allen o a Andy Kaufman (en caso de que alguna vez hubiera contado alguno).
Y ocurre cada vez más con las redes sociales, a un nivel sin tantas aspiraciones. Muchos se esfuerzan en Twitter por crear chistes y se enfadan, con razón, cuando se reproducen sin citar. Sobre todo (y como ya vimos en su momento) cuando lo hacen cuentas dedicadas a reproducir contenidos en busca de ingresos publicitarios. Es decir, hoy en día los chistes vuelven a tener autor, como en la buena época anterior al Philogelos.
Lo cual no quita que muchos de esos chistes supuestamente originales no sean más que nuevas versiones de chistes muy viejos. Chistes de 1600 años de antigüedad. Como el del peluquero que veíamos al principio. Aunque hay que reconocer que sigue siendo tan válido hoy en día como entonces.
Los chistes del 'Philogelos', a prueba
Para probar si estos chistes conservan algo de gracia, el cómico Jim Bowen decidió en 2008 subirse a un escenario y leerlos en voz alta.
Según explica Mary Beard también en Laughter in Ancient Rome, la actuación fue exitosa, pero el mérito es, sobre todo de Bowen y del traductor, William Berg, que adaptaron el lenguaje y el ritmo de los chistes a las expectativas contemporáneas. Además, el público había acudido a la representación con ganas de reír, “hasta el punto de que muchos de los que más se reían también se reían de sí mismos por reírse de estos chistes romanos muy, muy viejos”. Hay algún vídeo en YouTube.
Este vídeo arranca con Bowen hablando del tipo que va al médico porque se siente mareado durante media hora después de despertarse. “Bueno, pues levántase media hora más tarde”, le contesta el doctor. A mí me ha recordado a este chiste que no nos hacía gracia ni de niños:
-Doctor, me duele aquí.
-Pues váyase allí.
-¡Me sigue doliendo!
-¡Doliendo, no sigas a este señor!
Como es perfectamente comprensible, el público no se ríe tanto de la ocurrencia como del hecho de que Bowen les recuerde que aún quedan varios centenares de chistes similares. A menudo nos reímos de lo que nos da miedo.
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