La fonda El país de los sabores cerca de la Calzada de Los Milagros, al norte de Ciudad de México, tiene hoy en su menú pollo con mole, chicharrón en salsa ranchera, tortitas de res con morita, tacos dorados y croquetas de jamón. La comida corrida de tres tiempos cuesta 65 pesos (menos de 3 dólares) y su dueña Ángeles Rodríguez, responsable del sazón de esta república culinaria está preocupada. Dice que nunca ha tenido quejas de su comida y sin embargo, desde la semana pasada, ha visto cómo sus clientes dejaron de hacer fila en la puerta del restaurante. En la fonda de Ángeles suenan las noticias de fondo: “El Gobierno [de Ciudad de México] busca frenar los contagios por covid-19 con la campaña ‘Quédate en casa’”. Ángeles es una de las muchas personas que depende de lo que cada día le deja su negocio para mantener a la familia. Forma parte de los 30 millones de personas que se dedican al comercio informal en México, el 56% de la economía del país, según del Instituto Nacional de Estadística (INEGI)
En México el salario mínimo está en 123 pesos (poco más de cinco dólares), trabajar sin estar registrado en la Seguridad Social y no pagar impuestos por ello no es ilegal, por lo que muchas personas desempeñan su actividad económica de manera informal. Trabajando por cuenta propia, a través de negocios de comida, venta ambulante o prestando servicios, la mayoría de estas personas viven al día con lo que ganan y no tienen acceso al sistema de salud pública. Su actividad genera el 22% del PIB del país, de acuerdo a cifras oficiales de 2018. “Uno de los grandes problemas de la informalidad es la fiscalidad. Hay una parte de la sociedad que paga impuestos y otra que no”, explica la economista Valeria Moy, directora de México cómo vamos, quien señala que México tiene la tasa más baja de recaudación de la OCDE, solo el 17% del PIB. Esta forma de incentivar la informalidad provoca que la economía no crezca y sin embargo podría ser la tabla de salvación frente a una crisis como la que viene.
“La economía mexicana ha enfrentado tantas crisis que es muy resiliente”, agrega Moy. Con el precio del petróleo por los suelos y el freno en la manufactura, uno de los amortiguadores que le quedan a México para que se note menos el impacto de la crisis es la propia economía informal en un círculo raro que le permita seguir generando riqueza aunque sea de manera sumergida. “Pese a frenar el crecimiento, la informalidad ha sido una especie de colchón que sujeta a la economía mexicana en momentos complicados”, explica la especialista.
“¿Qué podemos hacer?, si me dieran una ayuda pararía, pero entre el virus y la economía está canijo [complicado]”, dice Ángeles Rodríguez angustiada. ¿El miedo a la enfermedad es peor que la propia enfermedad? “Sí”, responde Rodríguez. “Nosotros tenemos cubrebocas y gel antibacterial para el que quiera”, señala. El día después de esta entrevista, México activó la fase 2 de la pandemia y el presidente López Obrador anunció que se otorgarán un millón de microcréditos para pequeños negocios, como el de Ángeles, para pasar la crisis. Actualmente el país tiene 585 contagiados y ocho muertos. En entrevista con EL PAÍS, el subsecretario de Salud, Hugo López Gatell, recalcaba que el objetivo de México es cuidar la salud sin perjudicar a las economías más debilitadas del país.
30 años vendiendo fruta
Juan Pluma vende fruta en un tianguis (mercadillo) de la colonia del Valle, al sur de la capital mexicana. Su madre, doña Estela Silva, de 68 años, está sentada sobre una pila de huacales mientras su hijo despacha. “¿Qué más le doy güera? ¿Quiere llevar mamey? Se lo dejo barato”, dice el joven de 35 años a las clientas mientras les extiende un pedazo para que lo prueben. Entre venta y venta, Juan saca su celular del delantal y echa un ojo a varios mensajes de Whatsapp, entre ellos una cadena de esas que se comparten muchas veces. “Dice que no se puede cerrar la frontera de México porque hay una crisis económica y Andrés Manuel llega al Gobierno con las manos vacías. No tiene nada recaudado”, explica el comerciante.
La familia Pluma lleva 30 años vendiendo fruta que compra en la Central de Abastos: “300 kilos a la semana”, dice doña Estela, sin embargo, la mujer reconoce que en los últimos diez días las ventas de su negocio han caído un 40%.“No vendemos ni la mitad de lo que vendíamos”, replica la matriarca.
Su hijo comenta que hacen caso de las medidas de prevención del Gobierno: “Tenemos gel antibacterial, tratamos de lavarnos cada vez que cobramos o comemos y no estamos muy cerca de la gente”. La madre zanja la conversación: “No queremos pensarlo mucho. No podemos estar en cuarentena, si no podemos trabajar de esto tendríamos que buscarle por otro lado, ¿quiere ciruelas? Están muy dulces. Lleve uvas, a 80 el kilo”.
La risa como terapia
El virus está en boca de todos en la calle. También en los chistes de los artistas callejeros que entretienen la Alameda Central. Todos saben que una amenaza invisible se cierne sobre México igual que ha pasado en otros países pero hay que seguir trabajando y hay que seguir riendo. En torno al payaso Frijolín se concentran unas cien personas. En corro aplauden y ríen varios chistes fáciles bajo la vigilancia de la policía que también disfruta del espectáculo, no se guarda la distancia de seguridad. El Gobierno prohibió los eventos masivos y cerró museos, cines y teatros a partir del 23 de marzo, Frijolín todavía cuenta con un público fiel que se sienta en las bancas de piedra del parque e improvisa un anfiteatro para su actuación de cada día a un costado del Palacio de Bellas Artes. “Pese a la inclemencia de los tiempos que vivimos, agradezco a los que apoyan el arte”, comienza a decir el payaso. “¿Quién me regala un billete? Si no traes dinero, vete a guardar la cuarentena”, dice burlón.
“Los payasos somos informadores de noticias por medio de la risa”, detrás del maquillaje se esconde Julio César, así sin apellidos. Un mexicano convencido de que el humor también es necesario en estos tiempos oscuros y un padre de familia que está preocupado por los pocos ahorros que le quedan. Hoy ha sido un día flojo. “Tenemos que apoyar a los que menos tienen, aunque sea con la risa”, dice el payaso. “La gente está más espantada por qué le van a llevar de comer a sus hijos”, dice Julio César.
"O nos morimos del coronavirus o nos morimos de hambre"
Guillermo Montes tiene un pequeño puesto de dulces, cigarros y lotería en el cruce de las calles 5 de Mayo y La Palma. Lo heredó de su padre, así que su familia lleva 50 años trabajando en esta esquina. Ahora también vende mascarillas y regala gel antibacterial a cambio de una cooperación para poder comprar el siguiente bote. Dice que solía vender mil pesos todos los días pero que ahora a penas llega a 300.
Tapado con un cubrebocas azul dice que hasta la venta de los boletos para el sorteo del avión presidencial ha caído. “Cada día vendía 20 boletos, hoy solo 3”. El puesto de Guillermo es como un termómetro de la pandemia. Primero dice que dejó de ver a los turistas, a excepción de algún despistado que sigue recorriendo el Centro Histórico en chanclas; después dejaron de aparecer los oficinistas del Monte de Piedad que le compraban cigarrillos. La calle está un poco más vacía que de costumbre. ¿Le da miedo el virus? “Sí tengo miedo pero el coronavirus lo podré resistir con medicina, el hambre no. O nos morimos del coronavirus o nos morimos de hambre, habrá que elegir una”, dice Montes masticando las palabras detrás de su mascarilla. “Sabemos que la situación se complicó mucho en Europa, es importante que nos cuidemos como comunidad. En el trabajo informal tenemos que buscar todos los días el sueldo”, remata Montes.
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