La Matrioska activa el modo veraniego. Para que estas semanas de calor sean más refrescantes, hemos invitado a varias autoras a que os escriban las cartas de los próximos domingos, al igual que hicimos el año pasado. Habrá reflexiones, relatos, autoficción y más sorpresas y compañía, tanto para las que están en la piscina como para quienes languidecen en el sofá con las ventanas cerradas a cal y canto. Todo, con un hilo conductor: ️EL VERANO. Signifique lo que signifique este año.
Si alguien te ha reenviado esta carta y quieres suscribirte, puedes hacerlo a través de este enlace. Esta newsletter está escrita por Ana Bulnes (@mrs_jones)
**********
En el verano de mis 17 años, me hicieron una punción lumbar. Al día siguiente venía una amiga de Madrid de visita. Supongo que el plan era ir mucho a la playa y pasearla por mi rincón de las Rías Baixas, pero la punción me dejó varios días con dolor de cabeza y encontrándome mal. Nos pasamos la semana en mi habitación, hablando y escuchando música. Es uno de mis recuerdos estivales favoritos.
Este verano mi cuerpo decidió alinearse con el espíritu general de 2020 y la esclerosis múltiple que ayudó a diagnosticar aquella punción de hace casi 20 años dejó de portarse bien. A principios de junio le conté a mi neurólogo que me notaba muy débil, suponía que por los dos meses confinada. Él me dijo que sí, que podía ser, pero que además mi última resonancia magnética estaba llena de lesiones nuevas y activas. Ahí empezaron unas semanas de montaña rusa con tendencia a la caída en picado que culminaron en 12 días en el hospital. Ingresé en ambulancia el día de mi cumple, por eso de mantener el nivel de dramatismo que ya todos esperamos de este año.
El hospital fue la pausa y fue una extraña recuperación del espíritu de los veranos de la infancia. Esos veranos de días largos y horas eternas en los que, al menos en mis recuerdos idealizados, todo era tiempo para la contemplación.
Tardo unos días en contestar a las felicitaciones de cumpleaños que poco a poco se van convirtiendo en mensajes de gente preocupada. Me quedo un poco afónica y culpo a las visitas que, siempre de una en una y con mascarilla, casi nunca me dejan sola. Escucho el último disco de Taylor Swift mientras dormito después de comer. Busco referencias a saludes maltrechas y verano en canciones de Belle and Sebastian. Me entretengo siguiendo a los granitos que me provoca la medicación de la segunda semana y que recorren mi cuerpo durante días. Mientras me hacen una resonancia magnética, pienso en que sería bonito poder escribir que por primera vez me he atrevido a abrir los ojos dentro de la máquina. Los abro. Miro hacia arriba, hacia abajo, hacia un lado, hacia el otro. Los cierro. Me pregunto si en la resonancia se verá la ilusión que me ha hecho, un pequeño y misterioso destello que solo yo sé qué significa. Leo a Agatha Christie, al principio sin ser capaz de concentrarme en el libro, al final ya devorándolo. Me acostumbro a mi nueva edad, impresa desde el primer día en la pulserita, aunque técnicamente no cumplí años hasta horas después del ingreso.
De vuelta en casa de mis padres, sigo en ese estado contemplativo que llevaba años añorando. Me olvido a veces del móvil. Llevo tres semanas sin ver series, y eso que estoy en la última temporada de Perdidos, que empecé a ver de nuevo en mayo en lo que ahora veo como una señal de que mi cerebro estaba roto. Observo a Piña, la gata, que pasea feliz por el jardín. Me pierdo en los árboles que se mecen y susurran y me dan mucha paz. Consigo no hacer nada.
Y pienso todo el rato en lo que habría significado todo esto cualquier otro verano. Planes frustrados, conciertos a los que no puedo ir, viajes impulsivos que se habrían quedado sin impulso, amigos proponiendo cosas que tengo que rechazar. El de 2020 es un buen verano para caer. Además, nadie se ha ido de viaje, así que tengo visitas –seguras y distantes– siempre que quiero.
Me preguntan todos los días qué tal estoy. Estoy bien, repito una y otra vez. Estoy incluso disfrutándolo, como disfruté de aquella semana de confinamiento a los 17 años, aunque no me atrevo a decirlo muy alto. Recuerdo que cuando era adolescente siempre deseaba que viniesen días de mal tiempo para no tener que ir a la playa a socializar, para poder quedarme en casa tranquila leyendo o escuchando música. Este verano raro puedo dedicarlo a mezclar libros, discos y dolce far niente y ni siquiera dependo de la meteorología.
**********
Si alguien te ha enviado esta carta y quieres suscribirte, puedes hacerlo a través de este enlace. Y si quieres cambiar tus suscripciones a las newsletters de EL PAÍS, puedes hacerlo desde aquí. Si nos quieres contar algo, decirnos qué te ha parecido nuestra carta o hacernos una sugerencia, puedes escribirnos a lamatrioska@verne.es. Y si quieres llamarnos feminazis, pincha aquí.
Otros textos de La Matrioska
- ¿Sueñan los renacuajos con niñas en patines?, por Berta García Faet
- Margarita y los turistas, por Lucía Baskaran
- Los nuevos veranos, por Aixa de la Cruz
- Mil suecas embarazadas (y las forasteras que hemos sido), por Noelia Ramírez
- Mujeres que pasan calor, por Aroa Moreno Durán
- La muerte del verano-niño y el final del amor, por Anna Pacheco
* También puedes seguirnos en Instagram y Flipboard. ¡No te pierdas lo mejor de Verne!