En las semanas anteriores a mi mudanza a España, hubo cartas escritas a mano, profundos collages fotográficos publicados en Instagram y un puñado de palabras amables vertidas sobre cafés, almuerzos y cenas. Mis amigos me decían que estaban celosos de que me fuera a empapar de un verano español, bebiendo tinto de verano y paseando por Europa mientras ellos iban a estar atrapados en la misma rutina.
"Prométeme que no vas a sentir nostalgia", me dijo mi hermana mayor. "Todo estará exactamente igual cuando vuelvas. Nada habrá cambiado". Ella lo sabe bien. Con solo 31 años ha viajado a 69 países. Incluso después de años trabajando en cruceros, ella usa todos los días libres con unas vacaciones espectaculares. Mientras escribo esto, ella hace las maletas para viajar a Perú.
A pesar del consejo bienintencionado de mi hermana, ocho meses después, me he cansado de ver que los mensajes que he enviado están "leídos", pero no contestados. Soy yo quien me tengo que encargar de mantener amistades unilaterales que ni siquiera estoy segura de que merezcan el esfuerzo.
Actualmente, hay una cifra récord de expatriados estudiando y trabajando en el extranjero. Soy una del aproximadamente millón de australianos que está atrapado en esa diáspora, viviendo en otro país.
Con el cinturón puesto en un vuelo de 24 horas a Sidney, no tenía ni idea de todas las incómodas interacciones que me esperaban. Pero también creía que este periodo de adaptación se suavizaría con amigos, en casa, interesados en cómo me estaba ajustando.
Ha sido frustrante, a veces, no poder expresarme en español, chapurreando en conversaciones y siendo malinterpretada. Adaptarme a las diferencias culturales, como los almuerzos a las tres de la tarde y las cenas a las diez y media de la noche, caracterizaron este periodo.
Fue en esta época cuando una de mis amigas más cercanas me ignoró con cinco meses de silencio. Una estudiante a tiempo completo viviendo, como mucho, a 500 metros de su universidad decía que estaba "muy ocupada" para mantener el contacto. Pero ese pequeño punto verde brillando [en la pantalla] junto a su nombre me enviaba un mensaje diferente: que estaba conectada pero que, una vez fuera de su vista, también quedé fuera de sus pensamientos.
"Es complicado ofrecer a cada amigo toda mi atención cuando también necesito dedicármela a mí", me dijo por mensaje. Como estudiante de intercambio, que también viaja y trabaja, el concepto de estar ocupada no me suena extraño. No esperaba contacto diario; tan solo un mensaje de vez en cuando. Mi amiga me contestó a eso que no me estaba echando de su círculo cercano, "solo priorizando".
Imagen cedida por Eden Gillespie
Ahora que trabajar en el extranjero es algo común, historias como las mías son frecuentes entre expatriados. Erin Cook es una periodista australiana que vive en Yakarta (Indonesia). Como me ha pasado a mí, ha perdido muchas amistades tras mudarse al extranjero.
"Creo que es la pérdida de contacto, o al menos estar mucho menos en contacto, con mis amigos más íntimos, lo que realmente me fastidia", dice Erin.
"Cuando me mudé, al principio intenté poner a prueba a algunos amigos, pero no volví a saber de ellos. Así que ahora soy mucho más activa a la hora de mantener el contacto", cuenta.
Erin dice que, aunque "le importa de verdad" que algunos amigos se olviden de ella, si no se hace el esfuerzo, la comunicación a menudo decae por completo. Ella se ve obligada a iniciar conversaciones ante el riesgo de alejarse de estos amigos.
Aunque pueda parecer un acto de sabotaje dejar de enviar mensajes a amigos que no responden, he sido agradecida con aquellos que han enviado el primer mensaje. Una de mis amigas estaba planeando su boda mientras hacía voluntariado y acabando su primer semestre en la universidad. A pesar de tener el tiempo justo, enviaba a menudo fotos de sus gatos e incluso me envió una invitación de su boda contándome que yo estaría allí "en espíritu".
Otro amigo que está en un intercambio de estudios en Canadá también me ha mantenido al día mientras casi muere congelado con tormentas de nieve de -25 grados. Nunca ha estado "demasiado ocupado" como para no teclear algunas frases.
Por desgracia, algunos de los que eran amigos se han transformado en estos últimos meses en desconocidos. Se hace raro pensar en volver a incorporarlos a mi vida tras un año sin haber tenido contacto. Cuando sobrevuele de nuevo el puerto de Sidney en mayo, tendrá el mismo aspecto que cuando lo dejé. Pero muchas cosas han cambiado dentro de mí. Me siento irreconocible, aunque no lo parezca por fuera.
Hay una cosa que sigue igual. Una pregunta que me he hecho muchas veces en los últimos meses: ¿tanto cuesta hacer una llamada de teléfono?
(Artículo de Eden Gillespie originalmente publicado en El País in English)
Si te interesa la historia de Eden...
Casie Tennin es una neoyorquina que pasó varios años en España.
Llegó directamente para trabajar en el colegio de un pequeño pueblo extremeño de 5.000 habitantes, Fregenal de la Sierra. Nos contaba cómo su vida cambió a mejor tras la experiencia.
Luego, Casie se trasladó a Madrid y lo comparó con su anterior hogar, Nueva York.
Antes de regresar a Estados Unidos, hizo balance de sus tres años en España.
Aniceto Prieto es el caso contrario. Es un español que se marchó a trabajar a Alemania en 1969. En este texto, aconseja a los jóvenes del país que tienen que emprender ahora un viaje similar: "Echaos una mano entre vosotros", dice.
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