La conquista de Buenos Aires

"Así fueron los veranos de mi adolescencia: la vida de mis pies, dibujar con el cuerpo un mapa imaginario que se iba volviendo real"

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La Matrioska activa el modo veraniego. Para que estas semanas de calor sean más refrescantes, hemos invitado a varias autoras a que os escriban las cartas de los próximos domingos, al igual que hicimos el año pasado. Habrá reflexiones, relatos, autoficción y más sorpresas y compañía, tanto para las que están en la piscina como para quienes languidecen en el sofá con las ventanas cerradas a cal y canto. Todo, con un hilo conductor: ️EL VERANO. Signifique lo que signifique este año.

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En la memoria de mis emociones, el verano no tiene nada que ver con la playa ni con el río ni con la naturaleza. Sí con el sol, sí con el calor, sí con la humedad: con las quemaduras que dejaban los caños de escape en mis pantorrillas desnudas en una ciudad en la que los autos nunca dejan el espacio para que tu cuerpo se abra paso sino siempre un centímetro menos, siempre un puto centímetro menos. Con los asientos del colectivo que hervían cuando finalmente lograba sentarme y quedaban empapados de sudor como si me hubiera hecho pis encima cuando llegaba a destino, a esos destinos móviles, anodinos y olvidables que elegíamos entusiasmadas con mis amigas. Sabíamos tan poco de la ciudad que en las vacaciones de verano nos encontrábamos en la puerta del colegio para ir desde allí caminando a la heladería de cerca del colegio, al local de sándwiches de cerca del colegio.

Y, sin embargo, ese fue el año que más supe de la ciudad, o más bien el primero de un proceso de aprendizaje que se sintió como una especie de conquista tímida, torpe y fragmentada del territorio. Una conquista neurótica, anárquica y siempre al borde del fracaso, más Yuri Gagarin que Neil Armstrong. Caminando sola, inventando rutas en la obstinación de no preguntarle nada a mi mamá, supe que la calle de los cines y la calle de las zapaterías en realidad eran la misma calle. Supe que, si en lugar de tomar un colectivo caminabas en línea recta, mi casa estaba solamente a quince cuadras del colegio, que es lo mismo que decir que estaba a diecisiete cuadras del Obelisco. El centro de la ciudad, el lugar donde sucedían las verdades de la ciudad, siempre había sido para mí un bosque impenetrable, un sueño por el que podía pasar cien veces pero que jamás me revelaría sus secretos a mí. Me costó creer que el barrio judío ortodoxo en el que yo me había criado, ese valle invisible para el resto de la ciudad, estaba a una distancia del microcentro que podían hacer mis propios pies.

Pero así fueron los veranos de mi adolescencia: la vida de mis pies, dibujar con el cuerpo un mapa imaginario que se iba volviendo real, como un amigo por correspondencia se vuelve real a medida que te va contando detalles de su vida. Todavía se sentía como una migración irse del barrio, aunque fuera solo por unas horas: con los años se me fue perdiendo esa sensación de salir y entrar, de atravesar un paso fronterizo. Ya no más del sentimiento de que volviste cambiada, de que de pronto entrás de nuevo en el barrio y hay algo que se siente un poco menos propio, como si cada viaje te lavara algo del barrio en tu persona, te desdibujara, te volviera cada vez más extranjera. En otras palabras: la libertad. En otras: la felicidad. En otras: el desarraigo, esa ilusión de no ser de ninguna parte de la que una se enamora, hasta que un día te das cuenta de que, como un amante que te deja, se ha llevado una parte tuya que no podría devolverte aunque quisiera.

Eran también los primeros años en que usaba polleras cortas y remeras sin mangas, sin miedo de que la gente de mi barrio religioso me viera. Los primeros años del roce del mundo con el cuerpo, de la cintura con los contornos del afuera. Esa asociación entre la ciudad y la piel no me abandonaría nunca.

Uno de esos veranos de la conquista de Buenos Aires, un amigo de internet me citó en el Parque Lezama, en el sur de la ciudad, para que nos conociéramos físicamente. Yo nunca había estado en el Parque Lezama: me gustó la idea de ir ahí a jugar a ser una persona que no era, o que todavía no sabía que era. Me vestí pensando en eso: elegí una camiseta de tirantes, un corpiño, una fe. Nos besamos bajo las esculturas del parque y rodamos por el pasto, como yo había visto tantas veces a otras personas con vidas de verdad y mundos de verdad rodar en el pasto besándose, sin miedo de ensuciarse la remera o de que alguien te viera. Sin miedo, sin pensar, sin hacer cuentas.

Lo verdadero para mí era lo que se parecía a la ficción, y esa es otra asociación que no me abandonaría nunca: la sensación de que las vidas de los demás tienen un relieve y un brillo que la mía nunca tendrá, colores nítidos que la gente llama “muy reales”, aunque deberían llamarse “muy ficticios” o “muy ajenos”. Pero esa tarde, y las tres o cuatro tardes que volví a ver a Maxi, fui tan auténtica como la fantasía. Una chica que no miraba a sus espaldas, que se revolcaba en el pasto y recorría la calle de las librerías con un muchacho que cada tanto le acariciaba la cintura y la ponía contra la pared para darle un beso, porque tenía derecho a hacerlo, porque yo le había otorgado el derecho a hacerlo.

La ciudad, otra vez, se me venía encima: el calor y la suciedad de los muros de los edificios contra mi ropa interior cuando él me levantaba la pollera en mitad de la calle; la piedra fría cuando nos sentábamos en algún edificio antiguo; el pasto corto y seco de las plazas del sur y el largo y mullido de las que estaban más al norte. Todas las texturas de todas las superficies de Buenos Aires contra mis piernas, mis brazos y mi espalda.

La última de esas tardes, en la puerta de un café de la calle Corrientes que los porteños identificamos por su olor a especias, le insistí a Maxi para que me dijera lo que éramos. Trató de explicarme, con la mezcla de pretenciosidad e inocencia que hace tan bellos a los varones de veinte años, que él no hablaba ese lenguaje. Podíamos vernos todas las veces que yo quisiera, en donde yo quisiera, a hacer lo que yo quisiera. Éll jamás me pondría un límite, pero decidió muy temprano en la vida que no jugaría el juego de los noviecitos. No recuerdo cómo es que terminamos: sé que después de eso no nos vimos por años, hasta que nos encontramos de casualidad en la universidad porque yo estudié la carrera que él estudiaba (y que estudiaba también el novio que tuve después, en los últimos años del colegio, al que el juego de los noviecitos le encantaba), pero no estoy segura de si nos mandamos unas cartas larguísimas para oficializar el fin o si lo dejamos ahí, como un compás al que le falta un pulso pero en el que nadie se digna ni a escribir un silencio.

Sí recuerdo las conversaciones que tuvimos con mis amigas después de eso; fue el principio de una conversación que tendríamos por años, una conversación que siempre volvía a aparecer entre nosotras como un yuyo o una maleza que crecía en todos nuestros caminos. Esa conversación duraría décadas (mi primer libro de ensayos, El fin del amor, estaría construido sobre ella) y sin embargo recuerdo que la primera vez dijimos todo lo que había por decir. Yo, sin ninguna convicción interna pero con argumentos muy sólidos, defendí la posibilidad de un amor libre, como el que Maxi me prometía y no quise tomar, al mismo tiempo sostuve que los amores no correspondidos eran algo que no tenía ningún sentido, un no-concepto, porque el amor era una cosa que necesariamente se hacía de a dos. Los días de cuerpos y de calles me habían dejado convencida de que no podía haber amor donde no había ese recorrido del otro, que el amor no era otra cosa que ese compartir una ciudad en la piel.

Una de mis amigas, que en ese momento —yo no lo sabía— ya estaba rabiosamente enamorada de mi otra amiga, defendía a capa y espada la realidad del amor no correspondido, y en cambio no podía entender que algo tan superficial como para no ser exclusivo fuera dignificado con el nombre de amor. Nuestra tercera amiga dijo que, más allá de nuestros alegatos vehementes, le parecía muy gracioso cómo nuestras formas de pensar estaban completamente influidas por las experiencias que cada una de nosotras había tenido. Más de una década después, esa observación me sigue obsesionando, como pregunta o como programa filosófico: la cuestión de si se puede tener una posición sobre algo vinculado a los afectos que guarde aunque sea una mínima distancia epistémica respecto de la propia historia afectiva. No lo sé. Mi principio ético y estético ya no es tratar de inventar esa distancia, sino más bien mirarla a los ojos, medirme con ella como una se mide con un enemigo. Pongo mi propia historia afectiva y mis ideas todas juntas en una escritura que solo tenga como principios la apertura y la belleza, aunque sea como horizontes lejanos, y espero que la verdad vendrá por añadidura.

Los veranos de la adultez, los veranos de oficina o de esclavitud freelance, se me mezclan todos. Recuerdo los primeros, los últimos años que viví en la casa de mi mamá. Trataba de apretar mi vida en ese lapso que iba de la medianoche a las seis de la mañana, la hora en que volvía a un barrio que ya no sentía como mi barrio con los zapatos mal abrochados y el cuerpo todo impregnado de cuerpo ajeno, porque tenía el pelo demasiado largo como para ducharme y que se me secara antes de llegar. Con el cansancio y el orgullo de haberle dado todo al sacerdocio de la aventura.

Los años siguientes los viví con una amiga —la sabia, la que nos había dicho lo de las perspectivas y las experiencias— en una casa enorme que heredé de mi abuela en el barrio de Almagro, un barrio caribeño lleno de bachata y peleas a cuchillo. También ahí, otra vez, el sacerdocio, porque en la adultez, cuando no hay vacaciones largas, el verano no es algo que va de suyo: hay que dedicarle un trabajo, un activismo, un verdadero compromiso comunitario con la destrucción.

Todo se me quedó anudado, una gran trenza que me tiene maniatada para siempre: la aventura y la teoría, las amigas en la cama y los muchachos en las camas, las calles, los bares y las paredes de esa ciudad en la que me fui infiltrando como un ejército. La ciudad, los cuerpos y el verano, un solo corazón: que sigue latiendo, yo sé, que me espera a mí, al guerrero cansado que antes que cualquier vida prefiere morir en los brazos de su amada.

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